miércoles, 21 de marzo de 2007

Arlt El Jugete Rabioso

III. EL JUGUETE RABIOSO (fragmento)

Después de lavar los platos, de cerrar las puertas y abrir los postigos, me recosté en el lecho, porque hacía frío.

Sobre la tapia, el sol enrojecía oblicuamente los ladrillos.

Mi madre cosía en otra habitación y mi hermana preparaba sus lecciones. Me dispuse a leer. Sobre una silla, junto al respaldar del lecho, tenía las siguientes obras:

Virgen y madre de Luis de Val, Electrotécnica de Bahía y un Anticristo de Nietzsche. La Virgen y madre, cuatro volúmenes de 1800 páginas cada uno, me lo había prestado una vecina planchadora.

Ya cómodamente acostado, observé con displicencia Virgen y madre. Evidentemente, hoy no me encontraba dispuesto a la lectura del novelón truculento y entonces decidido cogí la Electrotécnica y me puse a estudiar la teoría del campo magnético giratorio.

Leía despacio y con satisfacción. Pensaba, ya interiorizado de la complicada explicación acerca de las corrientes polifásicas.

"Es síntoma de una inteligencia universal poder regalarse con distintas bellezas", y los nombres de Ferranti y Siemens Halscke resonaban en mis oídos armoniosamente.

Pensaba:

"Yo también algún día podré decir ante un congreso de ingenieros: 'Sí, señores... las corrientes electromagnéticas que genera el sol, pueden ser utilizadas y condensadas.' ¡Qué bárbaro, primero condensadas, después utilizadas! —diablo, ¿cómo podían condensarse las corrientes electromagnéticas del sol?"

Sabía, por noticias científicas que aparecen en distintos periódicos, que Tesla, el mago de la electricidad, había ideado un condensador del rayo.

Así soñaba hasta el anochecer, cuando en la habitación contigua escuché la voz de la señora Rebeca Naidath, amiga de mi madre.

—¡Hola! ¿cómo está, frau Drodman?, ¿cómo está mi hijita?

Levanté la cabeza del libro para escuchar.

La señora Rebeca pertenecía al rito judío. Su alma era ruin, porque su cuerpo era pequeño. Caminaba como una foca y escudriñaba como un águila... Yo la detestaba por ciertas trastadas que me había hecho.

—¿Silvio no está? Tengo que hablarle.

En un santiamén estuvo en la otra habitación.

—¡Hola, ¿Cómo le va, frau, qué hay de nuevo?

—¿Tú sabes mecánica?

—Claro... Algo sé. ¿No le enseñaste, mamá, la carta de Ricaldoni?

Efectivamente, Ricaldoni me había felicitado por algunas combinaciones mecánicas absurdas que yo había ideado en mis horas de vagancia.

La señora Rebeca dijo:

—Sí, yo la vi. Toma —alcanzándome un diario en cuya página su dedo de uña orlada de mugre señalaba un aviso, comentó—: Mi marido me dijo que viniera y te avisara. Lee.

Con los puños en las caderas echaba el busto hacia mí. Se tocaba con un sombrerito negro cuyas plumas desbarbadas colgaban lamentables. Sus pupilas negras me inspeccionaban irónicamente el rostro, y a momentos, apartando una mano de la cadera, se rascaba con los dedos la encorvada nariz.

Leí:

"Se necesitan aprendices para mecánicos de aviación. Dingirse a la Escuela Militar de Aviación. Palomar de Caseros."

—Sí, tomas el tren a La Paternal, le dices al guarda que te baje en La Paternal, tomas el 88. Te deja en la puerta.

—Sí, anda hoy, Silvio, es mejor —indicó mi madre sonriendo esperanzada—. Ponete la corbata azul. Ya está planchada y le cosí el forro.

De un salto me planté en mi cuarto y en tanto me trajeaba, escuché a la judía que narraba con voz lamentosa una riña con su marido.

—¡Qué cosa, frau Drodman! Vino borracho, bien borracho. Maximito no estaba, había ido a Quilmes a ver un trabajo de pintura. Yo estaba en la cocina, salgo afuera, y me dice mostrándome el puño así:

"'La comida, pronto... ¿Y el canalla de tu hijo por qué no vino a la obra?' Qué vida, frau, qué vida... Voy a la cocina y ligerito prendo el gas. Pensaba que si venía Maximito iba a suceder un bochinche, y temblaba, frau. ¡Dios mío! Ligerito le traigo el sartén con el hígado y huevos fritos en manteca. Porque a él no le gusta el aceite. Y lo hubiera visto, frau, abre los ojos grandes, frunce la nariz y me dice:

"'Perra, esto está podrido' y eran frescos los huevos. ¡Qué vida, frau, qué vida...! Toda la cama de huevos y manteca. Yo corrí hasta la puerta y él se levantó, agarró los platos y los tiraba contra el suelo. Qué vida. Hasta la hermosa sopera, ¿se acuerda, frau?, hasta la hermosa sopera se rompió. Yo tenía miedo y como me fui, él vino y pum, pum, se daba tremendos puñetazos en el pecho... ¡Qué cosa horrible!, y me gritó cosas que nunca, frau, me gritó: '¡Cochina, quiero lavarme las manos con tu sangre!'"

Se oía suspirar profundamente a la señora Naidath. Los percances de la mujer me divertían. En tanto hacía el lazo de mi corbata, me imaginaba sonriendo al grandulón de su marido, un canoso polaco, con nariz de cacatúa, vociferando tras de doña Rebeca.

El señor Josías Naidath era un hebreo más generoso que un etman del siglo de Sobiesky. Hombre raro. Detestaba a los judíos hasta las exaspeación, y su antisemitismo grotesco se exteriorizaba en un léxico fabuloso por lo obsceno. Natural, su odio era colectivo.

Amigos especuladores le habían engañado muchas veces, pero no quería convencerse de ello y en su casa, para desesperación de la señora Rebeca, siempre podían encontrarse inmigrantes alemanes gordos y aventureros de miserable traza, que se hartaban en torno de la mesa con chucrut y salchicha, y que reían con gruesas carcajadas, moviendo los inexpresivos ojos azules.

El judío les protegía hasta que encontraban trabajo, valiéndose de las relaciones que como pintor y francmasón tenía. Algunos le robaron; hubo un pillastre que del día a la noche desapareció de una casa en refacción llevándose escaleras, tablones y pinturas.

Cuando el señor Naidath supo que el sereno, su protegido, se había despachado en tal forma, puso el grito en el cielo. Parecía el dios Thor enfurecido... más no hizo nada.

Su esposa era el prototipo de la judía avara y sórdida.

Recuerdo que cuando mi hermana era más pequeña, estaba un día de visita en su casa. Con candidez admiraba un hermoso ciruelo cargado de fruta en sazón, y como es lógico, apetecía la fruta y le pedía con palabras tímidas.

Entonces la señora Rebeca la reprendió:

—Hijita... Si tenés ganas de comer ciruela, podés comprar toda la que quieras en el mercado.

—Sírvase el té, señora Naidath.

La judía continuaba narrando lamentosamente:

—Después me gritaba, y todos los vecinos oían, frau; me gritaba: "Hija de carnicero judío, judía cochina, protectora de tu hijo." Como si él no fuera judío, como si Maximito no fuera su hijo.

Efectivamente, la señora Naidath y el cernícalo de Maximito se entendían admirablemente para engañarlo al francmasón y sonsacarle dinero que gastaban en tonterías, complicidad de la que era sabedor el señor Naidath, y que sólo mentándola le sacaba de sus casillas.

Maximito, origen de tantas desaveniencias, era un badulaque de veintiocho años, que se avergonzaba de ser judío y tener la profesión de pintor.

Para disimular su condición de obrero, vestía como un señor, gastaba lentes y de noche antes de acostarse se untaba las manos con glicerina.
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