sábado, 24 de marzo de 2007

LA MEMORIA REFUGIO DE LA HISTORIA

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Los viejos amores que no están,
la ilusión de los que perdieron,
todas las promesas que se van,
y los que en cualquier guerra se cayeron.
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Todo está guardado en la memoria,
sueño de la vida y de la historia.
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El engaño y la complicidad
de los genocidas que están sueltos,
el indulto y el punto finala
las bestias de aquel infierno.
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Todo está guardado en la memoria,
sueño de la vida y de la historia.
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La memoria despierta para herira
los pueblos dormidos
que no la dejan vivir
libre como el viento.
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Los desaparecidos que se buscan
con el color de sus nacimientos,
el hambre y la abundancia que se juntan,
el mal trato con su mal recuerdo.
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Todo está clavado en la memoria,
espina de la vida y de la historia.
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Dos mil comerían por un año
con lo que cuesta un minuto militar
Cuántos dejarían de ser esclavos
por el precio de una bomba al mar.
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Todo está clavado en la memoria,
espina de la vida y de la historia.
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La memoria pincha hasta sangrar,
a los pueblos que la amarran
y no la dejan andar
libre como el viento.
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Todos los muertos de la A.M.I.A.
y los de la Embajada de Israel,
el poder secreto de las armas,
la justicia que mira y no ve.
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Todo está escondido en la memoria,
refugio de la vida y de la historia.
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Fue cuando se callaron las iglesias,
fue cuando el fútbol se lo comió todo,
que los padres palotinos y Angelelli
dejaron su sangre en el lodo.
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Todo está escondido en la memoria,
refugio de la vida y de la historia.
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La memoria estalla hasta vencer
a los pueblos que la aplastan
y que no la dejan ser
libre como el viento.
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La bala a Chico Méndez en Brasil,
150.000 guatemaltecos,
los mineros que enfrentan al fusil,
represión estudiantil en México.
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Todo está cargado en la memoria,
arma de la vida y de la historia.
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América con almas destruidas,
los chicos que mata el escuadrón,
suplicio de Mugica por las villas,
dignidad de Rodolfo Walsh.
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Todo está cargado en la memoria,
arma de la vida y de la historia.
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La memoria apunta hasta matar
a los pueblos que la callan
y no la dejan volar
libre como el viento.
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Letra y música: León Gieco
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miércoles, 21 de marzo de 2007

Garcia Marquez Memoria de mis putas tristes

(Fragmento)
Fui a las diez de la noche con un chofer conocido por la extraña virtud de no hacer preguntas. Llevé un ventilador portátil y un cuadro de Orlando Rivera, el querido Figurita, y un martillo y un clavo para colgarlo. En el camino hice una parada para comprar cepillos de dientes, pasta dentífrica, jabón de olor. Agua de Florida, tabletas de regaliz. Quise llevar también un buen florero y un ramo de rosas amarillas para conjurar la pava de las flores de papel, pero no encontré nada abierto y tuve que robarme en un jardín privado un ramo de astromelias recién nacidas.

Por instrucciones de la dueña llegué desde entonces por la calle de atrás, del lado del acueducto, para que nadie me viera entrar por el portón del huerto. El chofer me previno: Cuidado, sabio, en esa casa matan. Le contesté: Si es por amor no importa. El patio estaba en tinieblas, pero había luces de vida en las ventanas y un revoltijo de músicas en los seis cuartos. En el mío, a volumen más alto, distinguí la voz cálida de don Pedro Vargas, el tenor de América, con un bolero de Miguel Matamoros. Sentí que iba a morir. Empujé la puerta con la respiración desbaratada y vi a Delgadina en la cama como en mis recuerdos: desnuda y dormida en santa paz del lado del corazón.

Antes de acostarme arreglé el tocador, puse el ventilador nuevo en lugar del oxidado, y colgué el cuadro donde ella pudiera verlo desde la cama. Me acosté a su lado y la reconocí palmo a palmo. Era la misma que andaba por mi casa: las mismas manos que me reconocían al tacto en la oscuridad, los mismos pies de pasos tenues que se confundían con los del gato, el mismo olor del sudor de mis sábanas, el dedo del dedal. Increíble: viéndola y tocándola en carne y hueso, me parecía menos real que en mis recuerdos.

Hay un cuadro en la pared de enfrente, le dije. Lo pintó Figurita, un hombre a quien quisimos mucho, el mejor bailarín de burdeles que existió jamás, y de tan buen corazón que le tenía lástima al diablo. Lo pintó con barniz de buques en el lienzo chamuscado de un avión que se estrelló en la Sierra Nevada de Santa Marta y con pinceles fabricados por él con pelos de su perro. La mujer pintada es una monja que secuestró de un convento y se casó con ella. Aquí lo dejo, para que sea lo primero que veas al despertar.

No había cambiado de posición cuando apagué la luz, a la una de la madrugada, y su respiración era tan tenue que le tomé el pulso para sentirla viva. La sangre circulaba por sus venas con la fluidez de una canción que se ramificaba hasta los ámbitos más recónditos de su cuerpo y volvía al corazón purificada por el amor.

Antes de irme al amanecer dibujé en un papel las líneas de su mano, y se las di a leer a la Diva Sahibí para conocer su alma. Y fue así: una persona que sólo dice lo que piensa. Es perfecta para trabajos manuales. Tiene contacto con alguien que ya murió, y del cual espera ayuda, pero está equivocada: la ayuda que busca está al alcance de su mano. No ha tenido ninguna unión, pero va a morir mayor y casada. Ahora tiene un hombre moreno, que no ha de ser el de su vida. Puede tener ocho hijos, pero se va a decidir sólo por tres. A los treinta y cinco años, si hace lo que le indique el corazón y no la mente, va a manejar mucho dinero, y a los cuarenta recibirá una herencia. Va a viajar mucho. Tiene doble vida y doble suerte, y puede influir sobre su propio destino. Le gusta probar todo, por curiosidad, pero va a arrepentirse si no se orienta por el corazón.

Atormentado de amor hice reparar los estragos de la borrasca, y aproveché para hacer otros muchos remiendos que venía demorando desde años por insolvencia o por desidia. Reorganicé la biblioteca, en el orden en que había leído los libros. Por último rematé la pianola como reliquia histórica con sus más de cien rollos de clásicos, y compré un tocadiscos usado pero mejor que el mío, con parlantes de alta fidelidad que engrandecieron el ámbito de la casa. Quedé al borde de la ruina pero bien compensado por el milagro de estar vivo a mi edad.

La casa renacía de sus cenizas y yo navegaba en el amor de Delgadina con una intensidad y una dicha que nunca conocí en mi vida anterior. Gracias a ella me enfrenté por vez primera con mi ser natural mientras transcurrían mis noventa años. Descubrí que mi obsesión de que cada cosa estuviera en su puesto, cada asunto en su tiempo, cada palabra en su estilo, no era el premio merecido de una mente en orden, sino al contrario, todo un sistema de simulación inventado por mí para ocultar el desorden de mi naturaleza. Descubrí que no soy disciplinado por virtud, sino como reacción contra mi negligencia; que parezco generoso por encubrir mi mezquindad, que me paso de prudente por mal pensado, que soy conciliador para no sucumbir a mis cóleras reprimidas, que sólo soy puntual para que no se sepa cuan poco me importa el tiempo ajeno. Descubrí, en fin, que el amor no es un estado del alma sino un signo del zodíaco.

Me volví otro. Traté de releer los clásicos que me orientaron en la adolescencia, y no pude con ellos. Me sumergí en las letras románticas que repudié cuando mi madre quiso imponérmelas con mano dura, y por ellas tomé conciencia de que la fuerza invencible que ha impulsado al mundo no son los amores felices sino los contrariados. Cuando mis gustos en música hicieron crisis me descubrí atrasado y viejo, y abrí mi corazón a las delicias del azar.

Me pregunto cómo pude sucumbir en este vértigo perpetuo que yo mismo provocaba y temía. Flotaba entre nubes erráticas y hablaba conmigo mismo ante el espejo con la vana ilusión de averiguar quién soy. Era tal mi desvarío, que en una manifestación estudiantil con piedras y botellas, tuve que sacar fuerzas de flaqueza para no ponerme al frente con un letrero que consagrara mi verdad: Estoy loco de amor.
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Lanata ADN Mapa genético de los defectos argentinos


El templo del culo perfecto

"Los culos de Ipanema son como de Huxley, Aldous, aquel inglés que se tomó un ácido agónico para percibir con más detalle los detalles de su propia muerte. Los argentinos son de Vitorio Codovila o de Julio Argentino Roca: una cuidadosa construcción de lo que nunca llegará, o siempre mañana."
Martín Caparrós

"Quien tanto se precia de servidor de vuesa merced, ¿qué le podrá ofrecer sino cosas del culo? Aunque vuesa merced le tiene tal, que nos lo puede prestar a todos. Si este tratado le pareciere de entretenimiento, léale y pásele muy despacio y a raíz del paladar. Si le pareciere sucio, limpíese con él, y béseme muy apretadamente."
Francisco de Quevedo y Villegas

"La obsesión por la cola —según el sexólogo Juan Carlos Kusnetzoff, en diálogo con Romina Manguel para la investigación de campo de este libro— no representa un rasgo de inmadurez sino una tendencia al reduccionismo, a "tomar la parte por el todo", algo que en la sexualidad humana es bastante frecuente. Todo lo que sobresale —y la cola es una protuberancia más— llama la atención reduccionista de la visión masculina. La cola es más 'pública' que la vagina, una salta a la vista, la otra no. (...) El mensaje del cola-less es inequívoco: mírame... mirame... mírame...". Kusnetzoff señala la contradicción manifiesta entre la cola como algo público y mostrable y la carga prohibitiva que conlleva el sexo anal: algo privado, deseado, nunca otorgado livianamente. El coito anal era llamado "sodomía" en la antigüedad, y considerado como una práctica "contra natura"; se decía entonces que los pactos con el demonio se sellaban con un coito anal o un beso en las nalgas. Kusnetzoff observa que distintos países atribuían a sus vecinos esta práctica con intenciones difamatorias: así, los franceses hablaban del "vicio inglés", los ingleses del "vicio francés", los árabes del "vicio persa" y viceversa.
Es difícil precisar la fecha de nacimiento del culto popular al culo en la Argentina, aunque varios estudiosos del tema coinciden en señalar la vuelta a la democracia en los tempranos ochenta como esa fecha inaugural. Según Susana Saulquin, socióloga y especialista en tendencias sociales de la moda, "cada dieciocho años y en consonancia con ciclos que se cumplen también en la música, el arte y la literatura, varía el significado del poder que la sociedad le asigna a distintas partes del cuerpo. El interés en la cola se instaló con el comienzo de la democracia, para fortalecer el juego de mirar y ser mirado". El obsesivo interés por la cola coincidió —según Saulquin— en una etapa de gran distanciamiento entre chicos y chicas jóvenes en la playa, registrada a mediados de la década del ochenta. El "mirame" se separaba claramente del "tocame". Saulquien observa que ninguna fábrica de jeans argentina puede utilizar moldes internacionales, ya que los jeans locales deben tener, sí o sí, "calce profundo": el extremo ajuste del jean les permite a las mujeres usarlo como un modelador del cuerpo, convirtiéndose en una literal "segunda piel".
El sociólogo español González Gil, citado por Sandra Russo, hace en su libro Medias miradas un paralelismo entre el consumo social del cuerpo femenino y el tratamiento de los alimentos descripto por Lévi-Strauss en Lo crudo y lo cocido. Afirma que así como la cocción de los alimentos para algunas civilizaciones tempranas significaba la obtención de comida más para ser "pensada" que ingerida (es decir, el alimento cocido aporta "una idea de sí" a quien lo cocina, lo extrae del lugar salvaje), también la "cocina" (la producción) del cuerpo femenino en los medios está destinada a construir una "mujer para ser pensada" por el espectador, pero sobre la base de su propia necesidad de ser constante e infatigablemente estimulado, siempre inducido y alentado a conseguir esa nueva y esquiva utopía de la Erección Permanente. "Acaso porque por definición —dice Russo— se busca lo que no se tiene, o porque en materia de sexualidad —Foucault dixit— casi nunca lo que abunda es lo que hay, esta sobreabundancia de culos tal vez nos esté diciendo que esta nueva utopía de la Erección Permanente de lo que está hablando es de una mala relación entre los hombres contemporáneos y su intimidad."
Mafud sitúa las preocupaciones masculinas en el extremo contrario: el gran peso de los hábitos machistas determina, en su opinión, que "cierto adolescente argentino" origine su relación sexual con homosexuales. "Barra, patota, café —escribe Mafud—, al quedar excluido circunstancialmente de los contactos femeninos nace en él la tendencia a desarrollar toda su conducta social y sexual entre machos (...) con una aclaración esencial: no poseen relaciones sexuales entre sí, sino que comparten colectivamente sus relaciones sexuales con algún homosexual. (...) Una encuesta de iniciación sexual realizada en la zona suburbana noroeste demostró un alto índice de iniciación sexual con homosexuales: de cada 10 primeras relaciones sexuales, 4 a 3 habían sido realizadas con homosexuales."
"Newton podría haber pensado en el trasero para demostrar su teoría, ya que, como la manzana, termina cayendo", afirma en su página web la revista española Telva, que publica también los resultados de una encuesta:
"Como decía Chanel, llegada cierta edad, ¿qué eliges?:

La cara: 42,87%
El culo: 57,12%

Según un informe aparecido en el diario Ámbito Financiero, "la Argentina es, en proporción a su población, uno de los países en el mundo en que más gente se opera, después de los Estados Unidos y Brasil, y a la par de algunos países de Europa. Las estadísticas señalan que los hombres vienen en franco ascenso y hoy representan, aproximadamente, el 40% de la torta estética". Los turnos en los hospitales para intervenciones estéticas están agotados y deben tomarse con siete u ocho meses de adelanto. En 2003 se realizaron en el país 140.000 intervenciones, por un monto aproximado de 320 millones de dólares. Y una curiosidad: la lipo-gluteoplastia, que sirve para redondear el culo y eliminar los excedentes de grasa, es una de las operaciones más populares entre los hombres, con un costo que oscila entre los cuatro y seis mil dólares y doce días de internación. José Luis Manzano, ex ministro del Interior de Menem, aún hoy niega haberse realizado dicha intervención, que —a estar de las nuevas tendencias— lo hubiera situado en la vanguardia estética argentina. Hasta 1979 se realizaban en Argentina unos 20.000 implantes, a mediados de los ochenta el promedio subió a 60.000, pero fue precisamente durante el auge del menemismo (con su carga de capitalismo salvaje, apología del consumo y la cocaína y sueños secretos de Primer Mundo) cuando se produjo el boom y se superaron las 80.000 operaciones. Según una encuesta publicada por Newsweek en 1999, uno de cada treinta argentinos se ha sometido a una operación para remodelar sus rasgos faciales o su cuerpo.
Martín Caparrós escribió en la revista Veintitrés: "Nuestra idea del culo es, además, una particularidad nacional: no sé de ningún otro castellano —ni España ni América latina— donde 'tener culo' suponga los favores de fortuna. Habría que descubrir de dónde viene; por el momento, la tarea me excede. Lo cierto es que el lugar del culo en la cultura nacional es relevante. (...) Meterse algo en el culo puede ser malgastarlo, si es uno mismo el que se lo propone, o despreciarlo, rechazarlo si es otro el que te insta a que lo hagas. El culo, en argentino, da para todo: pocas palabras hay que digan tanto. Si nos miran el culo nos desean, si nos lo tocan nos están provocando o despreciando, si nos lo rompen nos derrotan. A veces es brutal y sorprendente, y uno se cae de culo mientras a otros se les arruga el susodicho. Otras veces, en cambio, se nos vuelve ambiguo: hacer el culo se parece más a deshacerlo y el que culea no lo hace con el culo. Y, pese a tanto homenaje, nos sigue yendo como el culo y nos quedamos con el culo al aire. Algunos dicen, incluso, que eso nos pasa porque no lo movemos suficiente. (...)
"La Argentina es un país de culófilos que querrían transformarse en culoclastas —o, más acá de cualquier helenismo, un país de adoradores del famoso culo. Cuando se trata de añorar pedazos de mujer, los hombres americanos, un suponer, suspiran por enormes tetas; los franceses, otro ejemplo, por 'el diamante que duerme entre sus nalgas'; no hay hombre nacional que no se pierda por los culos. Parece menor —y lo es, seguramente— pero siempre me impresionó que nos gustara del sexo opuesto aquello que sí tiene el sexo propio. El culo es —dentro de ese juego de las diferencias— lo menos diferente: buscar poseer en la otra lo que uno ya posee, en lugar de lo radicalmente distinto, lo que crea la verdadera diferencia. Nos hacemos los machos deseando en las mujeres lo que los machos tienen."

Sabato Sobre Hèroes y Tumbas

I


Un sábado de mayo de 1953, dos años antes de los acontecimientos de Barracas, un muchacho alto y encorvado caminaba por uno de los senderos del parque Lezama.
Se sentó en un banco, cerca de la estatua de Ceres, y permaneció sin hacer nada, abandonado a sus pensamien­tos. "Como un bote a la deriva en un gran lago aparente­mente tranquilo pero agitado por corrientes profundas", pensó Bruno, cuando, después de la muerte de Alejandra, Martín le contó, confusa y fragmentariamente, algunos de los episodios vinculados a aquella relación. Y no sólo lo pensaba sino que lo comprendía ¡y de qué manera!, ya que aquel Martín de diecisiete años le recordaba a su propio antepasado, al remoto Bruno que a veces vislumbraba a través de un territorio neblinoso de treinta años; territorio enriquecido y devastado por el amor, la desilusión y la muerte. Melancólicamente lo imaginaba en aquel viejo par­que, con la luz crepuscular demorándose sobre las modes­tas estatuas, sobre los pensativos leones de bronce, sobre los senderos cubiertos de hojas blandamente muertas. A esa hora en que comienzan a oírse los pequeños murmu­llos, en que los grandes ruidos se van retirando, como se apagan las conversaciones demasiado fuertes en la habita­ción de un moribundo; y entonces, el rumor de la fuente, los pasos de un hombre que se aleja, el gorjeo de los pája­ros que no terminan de acomodarse en sus nidos, el lejano grito de un niño, comienzan a notarse con extraña grave­dad. Un misterioso acontecimiento se produce en esos momentos: anochece. Y todo es diferente: los árboles, los bancos, los jubilados que encienden alguna fogata con ho­jas secas, la sirena de un barco en la Dársena Sur, el dis­tante eco de la ciudad. Esa hora en que todo entra en una existencia más profunda y enigmática. Y también más temi­ble, para los seres solitarios que a esa hora permanecen callados y pensativos en los bancos de las plazas y parques de Buenos Aires.
Martín levantó un trozo de diario abandonado, un trozo en forma de país: un país inexistente, pero posible. Mecáni­camente leyó las palabras que se referían a Suez, a comer­ciantes que iban a la cárcel de Villa Devoto, a algo que dijo Gheorghiu al llegar. Del otro lado, medio manchada por el barro, se veía una foto: PERÓN VISITA EL TEATRO DISCÉPOLO. Más abajo, un ex combatiente mataba a su mujer y a otras cuatro personas a hachazos.
Arrojó el diario: "Casi nunca suceden cosas" le diría Bruno, años después, "aunque la peste diezme una región de la India". Volvía a ver la cara pintarrajeada de su madre diciendo "existís porque me descuidé". Valor, sí señor, valor era lo que le había faltado. Que si no, habría terminado en las cloacas.
Madrecloaca.
Cuando de pronto —dijo Martín— tuve la sensación de que alguien estaba a mis espaldas, mirándome.
Durante unos instantes permaneció rígido, con esa rigi­dez expectante y tensa, cuando, en la oscuridad del dormito­rio, se cree oír un sospechoso crujido. Porque muchas veces había sentido esa sensación sobre la nuca, pero era simple­mente molesta o desagradable; ya que (explicó) siempre se había considerado feo y risible, y lo molestaba la sola pre­sunción de que alguien estuviera estudiándolo o por lo me­nos observándolo a sus espaldas; razón por la cual se sen­taba en los asientos últimos de los tranvías y ómnibus, o entraba al cine cuando las luces estaban apagadas. En tanto que en aquel momento sintió algo distinto. Algo —vaciló como buscando la palabra más adecuada—, algo inquietante, algo similar a ese crujido sospechoso que oímos, o creemos oír, en la profundidad de la noche.
Hizo un esfuerzo para mantener los ojos sobre la esta­tua, pero en realidad no la veía más: sus ojos estaban vuel­tos hacia dentro, como cuando se piensa en cosas pasadas y se trata de reconstruir oscuros recuerdos que exigen toda la concentración de nuestro espíritu.
"Alguien está tratando de comunicarse conmigo", dijo que pensó agitadamente.

La sensación de sentirse observado agravó, como siem­pre, sus vergüenzas: se veía feo, desproporcionado, torpe. Hasta sus diecisiete años se le ocurrían grotescos.
"Pero si no es así", le diría dos años después la mucha­cha que en ese momento estaba a sus espaldas; un tiempo enorme —pensaba Bruno—, porque no se medía por meses y ni siquiera por años, sino, como es propio de esa clase de seres, por catástrofes espirituales y por días de absoluta soledad y de inenarrable tristeza; días que se alargan y se deforman como tenebrosos fantasmas sobre las paredes del tiempo. "Si no es así de ningún modo", y lo escrutaba como un pintor observa a su modelo, chupando nerviosamente su eterno cigarrillo.
"Espera", decía.
"Sos algo más que un buen mozo", decía.
"Sos un muchacho interesante y profundo, aparte de que tenés un tipo muy raro."
—Sí, por supuesto —admitía Martín, sonriendo con amargura, mientras pensaba "ya ves que tengo razón"—, porque todo eso se dice cuando uno no es un buen mozo y todo lo demás no tiene importancia.
"Pero te digo que esperes", contestaba con irritación. "Sos largo y angosto, como un personaje del Greco."
Martín gruñó.
"Pero callate", prosiguió con indignación, como un sa­bio que es interrumpido o distraído con trivialidades en el momento en que está a punto de hallar la ansiada fórmula final. Y volviendo a chupar ávidamente el cigarrillo, como era habitual en ella cuando se concentraba, y frunciendo fuertemente el ceño, agregó:
"Pero, sabes: como rompiendo de pronto con ese pro­yecto de asceta español te revientan unos labios sensuales. Y además tenés esos ojos húmedos. Callate, ya sé que no te gusta nada todo esto que te digo pero déjame terminar. Creo que las mujeres te deben encontrar atractivo, a pesar de lo que vos te supones. Sí, también tu expresión. Una mezcla de pureza, de melancolía y de sensualidad reprimida. Pero ade­más... un momento... Una ansiedad en tus ojos, debajo de esa frente que parece un balcón saledizo. Pero no sé si es todo eso lo que me gusta en vos. Creo que es otra cosa...
Que tu espíritu domina sobre tu carne, como si estuvieras siempre en posición de firme. Bueno, gustar acaso no sea la palabra, quizá me sorprende, o me admira o me irrita, no sé... Tu espíritu reinando sobre tu cuerpo como un dictador austero.
"Como si Pío XII tuviera que vigilar un prostíbulo. Va­mos, no te enojes, si ya sé que sos un ser angelical. Además, como te digo, no sé si eso me gusta en vos o es lo que más odio."
Hizo un gran esfuerzo por mantener la mirada sobre la estatua. Dijo que en aquel momento sintió miedo y fascina­ción; miedo de darse vuelta y un fascinante deseo de hacer­lo. Recordó que una vez, en la quebrada de Humahuaca, al borde de la Garganta del Diablo, mientras contemplaba a sus pies el abismo negro, una fuerza irresistible lo empujó de pronto a saltar hacia el otro lado. Y en ese momento le pasaba algo parecido: como si se sintiese impulsado a saltar a través de un oscuro abismo "hacia el otro lado de su exis­tencia". Y entonces, aquella fuerza inconsciente pero irre­sistible le obligó a volver su cabeza.
Apenas la divisó, apartó con rapidez su mirada, volvien­do a colocarla sobre la estatua. Tenía pavor por los seres humanos: le parecían imprevisibles, pero sobre todo perver­sos y sucios. Las estatuas, en cambio, le proporcionaban una tranquila felicidad, pertenecían a un mundo ordenado, bello y limpio.
Pero le era imposible ver la estatua: seguía mantenien­do la imagen fugaz de la desconocida, la mancha azul de su pollera, el negro de su pelo lacio y largo, la palidez de su cara, su rostro clavado sobre él. Apenas eran manchas, como en un rápido boceto de pintor, sin ningún detalle que indicase una edad precisa ni un tipo determinado. Pero sa­bía —recalcó la palabra— que algo muy importante acababa de suceder en su vida: no tanto por lo que había visto, sino por el poderoso mensaje que recibió en silencio.
—Usted, Bruno, me lo ha dicho muchas veces. Que no siempre suceden cosas, que casi nunca suceden cosas. Un hombre cruza el estrecho de los Dardanelos, un señor asu­me la presidencia en Austria, la peste diezma una región de la India, y nada tiene importancia para uno. Usted mismo me ha dicho que es horrible, pero es así. En cambio, en aquel momento, tuve la sensación nítida de que acababa de suceder algo. Algo que cambiaría el curso de mi vida.
No podía precisar cuánto tiempo transcurrió, pero re­cordaba que después de un lapso que le pareció larguísimo sintió que la muchacha se levantaba y se iba. Entonces, mientras se alejaba, la observó: era alta, llevaba un libro en la mano izquierda y caminaba con cierta nerviosa energía. Sin advertirlo, Martín se levantó y empezó a caminar en la misma dirección. Pero de pronto, al tener conciencia de lo que estaba sucediendo y al imaginar que ella podía volver la cabeza y verlo detrás, siguiéndola, se detuvo con miedo. Entonces la vio alejarse en dirección al alto, por la calle Brasil hacia Balcarce.
Pronto desapareció de su vista.
Volvió lentamente a su banco y se sentó.
—Pero —le dijo— ya no era la misma persona que an­tes. Y nunca lo volvería a ser.
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Puig Boquitas Pintadas

SÉPTIMA ENTREGA


...todo, todo se ilumina
Alfredo Le Pera


Cosquín, sábado 3 de julio de 1937

Querida mía:
Como ves cumplo con mi promesa, claro que un poco más y se me vence el plazo, ya mañana termina la semana. ¿Y vos cómo andás? seguro que ya ni te acordás del que suscribe, viste tanto que paresía que ibas a nesecitar una sábana para secarte las lágrimas y los moquitos de la des­pedida, y esta noche si me descuido ya te me vas a la milonga. Al final tanto no yoraste, apenas unas lagrimitas de cocodrilo, que a una mujer al fin y al cavo mucho no le cuesta.
Ricura ¿que estás haciendo a esta hora hoy sábado? me gustaría saber ¿estás durmiendo la siesta? ¿bien tapadita? quien fuera almoada para estar más cerca. Bolsa de agua caliente no me gustaría ser porque por ahí me resultás pata sucia y sueno. Sí, mejor no andar buscando cosas raras, mejor ser almoada, y por ahí me consultás y quién sabe de qué me entero, una jitana vieja me dijo que desconfiara de las rubias ¿qué le vas a consultar a la almoada? Si le preguntás quien te quiere te va a contestar que yo, cómo macanean las almoadas... Bueno, piba, te dejo un rato porque están sonando la campana para ir a tomar el te, me viene bien así descanso un poco por­que he estado escribiendo cartas desde que terminé de almorzar.
Bueno, aquí estoy de vuelta, tenés que ver qué bien me tratan, tomé dos tazas dé te con tres tortas diferentes, vos que sos golosa acá estarías en tu elemento. ¿Mañana domingo vas a ir al cine? ¿quién te va a com­prar los chocolatines?
Rubia, ahora cumplo lo prometido de contarte cómo es el lugar. Mirá, te lo regalo si lo querés. Todo muy lindo pero me aburro como perro. El Hospital es todo blanco con techo de tejas coloradas, como casi todas las casas de Cosquín. El pueblo es chico, y a la noche si alguno de estos flacos tose se oye a dos kilómetros, del silencio que hay. También hay un río, que viene de las aguadas de la sierra, tenés que ver el otro día cuando alquilé un sulky me fui hasta La Falda, y ahí el agua es fría, y está todo arbolado, pero cuando llega a Cosquín se calienta, porque acá es todo seco y no crece nada, ni llullos, ni plantas, que ataje el sol. Este parrafeo lo he puesto igual en todas las cartas, porque si no se me va a acalambrar el cerebro de tanto pensar.
¿Y qué más? Dicen que la semana que viene al empesar las vacacio­nes de julio vienen muchos turistas, pero parece que acá en el pueblo no se queda a dormir ninguno, por miedo al contajio, y más podridos que ellos no hay nadie, perdonando la expresión. Mirá, esto se acaba pron­to, porque es mucha plata que se gasta por precausión nada mas, que tanta precausión, si todos se hicieran radiografías se vaciaba Vallejos de golpe, y me los tenía a todos acá. Bueno, todo sea por la vieja, que se le cure bien el nene. Y vos rubia mejor es que te cuides bien porque yo allá dejé mis bigías bien apostados, nada de malas pasadas porque me voy a henterar ¿vos te creés que no? Si le llegás a hacer un paquete con muchos firuletes a algún desgrasiado de allá lo voy a saber más pronto que ligero. No, de veras, yo no sé perdonar una jugada sucia, de eso no te olvides nunca.
Muñeca, se me termina el papel, no te cuento más de la vida acá por­que ya te la podés imaginar: descansar y comer.
En cuanto a las enfermeras, son todas a prueba de bala, la más joven fue a la escuela con Sarmiento.
Te besa hasta que le digas basta,
Juan Carlos

Vale: contestá a vuelta de correo como prometido, me aburro más de lo que creés. Por lo menos tres carillas como te mando yo.


Bajo el sol del balcón junta sus borradores, hace a un lado la manta, deja la reposera y pregunta a una joven enfermera cuál es el número de habitación del anciano frente a quien había tomado té en una de las mesas del come­dor de invierno. La puerta de la habitación número catorce se abre y el anciano profesor de latín y griego invita a pasar a su visitante. Le muestra las foto­grafías de su esposa, hijos y nietos. A continuación hace referencia a sus ocho años de estadía en el Hostal, al carácter estacionario de su enfermedad y al hecho de no conocer a ninguno de sus tres nietos por diversos motivos, principalmente económicos. Por último toma los borradores del visitante y como había prometido corrige la ortografía de las tres cartas: la primera —de siete carillas— dirigida a una señorita, la segunda —de tres carillas— diri­gida a la familia, y la tercera —también de tres carillas— dirigida a otra señorita.


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Cosquín, sábado 27 de julio de 1937


Querida mía:
Tengo frente a mí tu carta, cuanto la esperé, está fechada jueves 8, pero el cello del correo de Vallejos es del 10 ¿por qué tardaste tanto en echarla al busón? Como verás estoy con el fucil al hombro.
Llegó primero carta, de mi hermana, tenés que ver qué carta sarnosa, una carilla y media escrita en la clase mientras los alumnos hacían un dibujo ¿le habrán dibujado las patas cortas? estoy con bronca contra ella. La vieja me había dicho que me escribía sin falta pero ahora se echó atrás, porque tiene el pulso muy tembleque y le da vergüenza mandarme garabatos. Pero es letra de mi vieja, a mí que me importa que sean gara­batos. Mi hermana la critica y la tiene acovardada.
La cuestión es que en casi veinte días que estoy acá no recibí más que esa carta y ahora la tuya. Y ahora dejáme que baje el fucil y lo ponga sobre la mesa, porque quiero tener las manos libres, en este momento te estoy pasando la llema de los dedos por el cogotito, y si me dejás te desabrocho el botoncito de atrás de la blusa, y te bajo la mano por el lomo, y te rasco el cuerito de mimosa que tenés. Qué linda carta me mandaste... ¿es cierto todo lo que me decís?
Yo acá siempre en la misma, no te doy detalles de lo que hacemos todo el día porque no me gusta hablar de eso. Tenés que ver las cosas que se ven en este sanatorio, que lo de Hostal es puro grupo. Hay hasta gente que se está muriendo, yo no lo quería creer, pero el otro día una piba de diesiciete años que no aparecía más por el comedor, se murió en la piesa. Y acá me las tengo que aguantar yo, por ahí me voy a enfermar de veras, de mala sangre que me hago. Si dejo que me controlen en todo voy listo, porque no te dan soga para nada, porque entre tantos médicos se hacen un lío en el mate y no se acuerdan si sos enfermo grave o qué, y al final tratan a todos igual para no herrarla, te tratan como si mañana mismo fueras a estirar la pata. Por eso yo los estoy madrugando, y no digo todo lo que hago, que al final es bastante poco. Resulta que el agua del río Cosquin es calentita, y a la siesta está mejor que nunca, pero el reglamento es que tenés que dormir la siesta o como gran farra tirarte en la repocera del balcón de invierno, con una frasada cordobesa pesada como tres de las nuestras, al sol. Bueno, este cuerpito se pianta y se baña en el río. Me baño como Adán, porque no traje la maya, y como no puedo traerme una tohalla me tengo que secar al sol nomás. Si salgo con una tohalla del Hostal enseguida el portero me calaría. Pero es macanudo el sol de las sierras, si no hay viento te alcansa para secarte sin tiritar, me sacudo el agua como los perros y chau. ¿Qué mal me puede hacer eso? Si duermo la siesta es peor, porque a la noche me empieso a rebolcar en la cama sin sueño, y me vienen a la cabeza cada pensamiento que mejor no hablar.
Estas son cosas que te digo a vos nomás, a la vieja no le digo nada, pero acá no aguanto más, porque acá no se cura nadie. Si vos hablás con alguno, ninguno te va a decir que se piensa volver a la casa, lo único que piensan es en los gastos, porque el Hostal es lo más caro de Cosquín. Están siempre hablando de pasar a una pensión particular y que los trate un médico de afuera, o alquilar una casita y traer a la familia. También hay un hospital en Cosquín, y el otro día me dio un viraje raro el balero y me fui a verlo, que sé yo, las cosas de puro aburrido que uno hace acá, mi vida. Me gusta de corazón decirte mi vida, que se yo, y cuando te vuelva a ver me vas ha hacer olvidar todo lo que vi, porque vos sos otra cosa, tan distinta.
Te voy a contar del hospital para pobres, te lo cuento así sabés lo que es, y después prometéme que nunca me vas a sacar el tema, vos que estás sana no te podés imaginar el ruido que hacen con la tos. En el Hostal se oye un poco de tos en el comedor, pero por suerte hay altoparlantes con discos o la radio, mientras comemos.
Yo el primer día que fui al hospital había salido para darme un baño en el río. Pero soplaba un viento fresco, entonces empecé a dar vuel­tas para no caer a dormir la siesta y cuando me quise acordar estaba en la sierra alta, frente al hospital. El enfermo de la cama que está al lado de la puerta, en la sala brava, no tenía visita y nos pusimos a conversar. Me contó de él, y como andan levantados, con el piyama y una salida de baño que le dan ahí, se vinieron dos más a hablar. Me tomaron por médico practicante y yo les seguí la corriente.
Yo ya no quiero ir más pero voy de lástima para charlarle un poco al pobre diablo este de la primera cama, y vos no me vas a creer pero cada vez que voy hay alguno nuevo ¿te das cuenta de lo que te estoy diciendo? y curar no se cura nadie, vida, cuando se desocupa una cama es porque alguno se murió, si, no te asustes, ahí van nada más que los enfermos muy graves, por eso se mueren.
Vos ahora olvidate de todo esto, que a vos no te toca, vos sos sana, no te entran ni las balas, dura sos como el diamantito que tienen en la ferretería para cortar los vidrios, aunque los diamantes son sin color como un vaso sin vino, mejor llenita de vino, coloradita entonces, como un rubí, mi vida. Escribime pronto, sé buena, y no tardés como esta vez en hechar la carta al busón.
Te espera impasiente y te besa mucho

tu Juan Carlos

Vale: me olvidaba decirte que en el Hostal tengo un buen amigo, en la próxima te contaré de él.


Bajo el sol del balcón junta sus borradores, hace a un lado la manta y deja la reposera. Se dirige a la habitación número catorce. En el pasillo cambia una casi imperceptible mirada de complicidad con una joven enfer­mera. El enfermo de la habitación catorce lo recibe con agrado. Enseguida se dispone a corregir la ortografía de las tres cartas: la primera —de media cari­lla— dirigida a una señorita, la segunda —de dos carillas— dirigida a la hermana, y la tercera —de seis carillas— dirigida a otra señorita. Por último se desarrolla una larga conversación, en el curso de la cual el visitante narra casi completa la historia de su vida.


*



Cosquín, 10 de agosto de 1937


Vida:
El otro día llegaron juntitas tu segunda carta y la segunda de mi hermana. Claro que había una diferencia... y así fue que a tu carta la leí como ochenta veces y la de mi hermana dos veces y chau, si te he visto no me acuerdo. Uno se da cuenta cuando le escriben de compromiso. Pero vida, por lo menos que te escriban, no me vas a creer si te digo que estas cuatro cartas son las únicas que he recibido desde que estoy acá ¿qué le pasa a la gente? ¿tienen miedo de contajiarse por correo? Te aseguro que me la van a pagar. Qué rasón tenía mi viejo, cuando estás en la mala todos te dan vuelta la cara. ¿Yo te conté alguna vez de mi viejo?
Mirá, el viejo tenía con otro hermano un campo grande a cuarenta kilómetros de Vallejos, que ya había sido de mi abuelo. Mi viejo era contador público, resibido en Buenos Aires, con título universitario ¿me entendés? no era un simple perito mercantil como yo. Bueno, el viejo fue a estudiar a la capital porque mi abuelo lo mandó, porque veía que el viejo era una luz para los números, y el otro hermano que era un ani­mal, se quedó a pastar con las vacas. Bueno, se murió mi abuelo y el viejo siguió estudiando, y el otro mientras lo dejó en la vía, vendió el campo, se quedó con casi todo y desapareció de la superficie terrestre, hasta que supimos que está ahora por Tandil con una estancia de la gran flauta. Ya le va a llegar la hora.
Mi pobre viejo se la tuvo que aguantar y se instaló en Vallejos, no te digo que vivió mal, porque tenía trabajo a montones, y yo no me acuerdo de haberlo oído quejarse, pero la vieja cuando el se murió de un cíncope empezó a chiyar como loca. Por ahí me acuerdo que sonó el timbre a la mañana después de velarlo toda la noche, eran como las ocho de la mañana, y la vieja había oído el tren de Buenos Aires, que llegaba en esa época a las siete y media. Todos estábamos sentados sin decir nada, y se oyó el ruido de la locomotora, y los pitos del tren, que llegaba de la capital y seguía para la Pampa. Se ve que la vieja pensó que el hermano del viejo podía haber llegado en ese tren ¿cómo? si nadie le había abisado... Bueno, entonces resulta que al rato suena el timbre y la vieja corrió al galpón y agarró la escopeta: estaba segura de que era el atorrante ese y lo quería matar.
Pero eran los de las pompas fúnebres para cerrar el cajón. Ahí fue que a la vieja le dio por gritar y rebolcarse, pobre vieja, y a decir que el cíncope del viejo era de tanta mala sangre que se había hecho en su vida por culpa del hermano ladrón, y que ahora quedaban los dos hijos sin el campo que les habría correspondido, que el viejo había sido demasiado noble, y no había protestado ni hecho juicio contra esa estafa, pero que ahora los que se tenían que embromar eran la mujer y los hijos. Bueno, para qué te voy a contar más. A la noche cuando no me puedo dormir siempre me viene eso a la mente.
Que lejos esta todo ¿no? Y también vos estás lejos, rubí. Y ahora te tengo que explicar porque no te escribía vuelta de correo, porque dejé pasar varios días... Estuve pensando tanto en vos, y en otras cosas, pensar que recién ahora que estoy lejos me doy cuenta de una cosa... Te lo quiero decir pero es como si se me atrancara la mano ¿qué me pasa, rubia? ¿me dará vergüenza decir mentiras? yo no sé si antes sentía lo mismo, a lo mejor sen­tía lo mismo y no me daba cuenta, porque ahora siento que te quiero tanto.
Si pudiera tenerte más cerca, si pudiera verte entrar con el micro que llega de Córdoba, me parece que me curarías la tos de golpe, de la alegría nomás. ¿Y por qué no podría ser? todo por culpa de los malditos bille­tes, porque si tuviera billetes para tirar en seguida te mandaba un giro para que te vinieras con tu mamá a pasar unos días. Vida, yo te extraño, antes de resibir tu carta andaba raro, con miedo de enfermarme de veras, pero ahora cada vez que leo tu carta me vuelve la confianza. Qué felices vamos a ser, rubí, te voy a tomar todo el vinito que tenés adentro, y me voy a agarrar una curda de las buenas, una curda alegre, total después me dejás dormir una siesta al lado tuyo, a la vista de tu vieja, no te asustes, ella que nos vijile nomás ¿y el viejo, nadie le pisa los almásigos ahora que no estoy yo?
Bueno mi amor, escribime pronto una de esas cartas lindas tuyas, mandámela pronto, no la pienses como yo.
Te quiero de verdad,

Juan Carlos

Vale: otra vez me olvidaba de contarte que te manda saludos un señor muy bueno, internado aquí como yo. Me tomé el atrebimiento de mos­trarle tus cartas, y le gustan mucho, fijáte que es una persona de mucha educación, ex-profesor de la Universidad. A mi sí me dice que soy un ani­mal para escribir.


Bajo el sol del balcón junta sus borradores, hace a un lado la manta, deja la reposera y se dirige a la habitación número catorce. Es amablemente reci­bido y después de asistir a la corrección de la única carta existente, el visitante debe retirarse a su habitación a causa de una inesperada sudoración acom­pañada de tos fuerte. El ocupante de la habitación catorce piensa en la situa­ción de su joven amigo y en las posibles derivaciones del caso.



Interrogantes que se formuló el ocupante de la habitación catorce al considerar el caso de su amigo


¿se atrevería Juan Carlos, si conociese la gravedad de su mal, a ligar una mujer a su vida con los lazos del matrimonio?
¿tenía conciencia Juan Carlos de la gravedad de su mal? ¿aceptaría Nené, en caso de ser virgen, casarse con un tuberculoso? ¿aceptaría Nené, en caso de no ser virgen, casarse con un tuberculoso?
si bien Juan Carlos sentía por Nené algo nuevo y ésa era la razón por la cual había decidido proponerle matrimonio a su regreso a Vallejos, ¿por qué recordaba tan a menudo la torpeza de Nené el lejano día en que lo convidó con una copa rebosante de licor casero posada sobre un plato de desayuno?
¿por qué repetía innumerables veces que Mabel era egoísta y mala pero que sabía vestir y servir el té de manera impecable?
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Galeano Las Venas Abiertas de America Latina


EL SIGNO DE LA CRUZ EN LAS EMPUÑADURAS
DE LAS ESPADAS

Cuando Cristóbal Colón se lanzó a atravesar los grandes espacios vacíos al oeste de la Ecúmene, había aceptado el desafío de las leyendas. Tempestades
terribles jugarían con sus naves, como si fueran cáscaras de nuez, y las arrojarían a las bocas de los monstruos; la gran serpiente de los mares tenebrosos, hambrienta de carne humana, estaría al acecho. Sólo faltaban mil años para que los fuegos purificadores del juicio final arrasaran el mundo, según creían los hombres del siglo xv, y el mundo era entonces el mar Mediterráneo con sus costas de ambigua proyección hacia el África y Oriente. Los navegantes portugueses aseguraban que el viento del oeste traía cadáveres extraños y a veces arrastraba leños curiosamente tallados, pero nadie sospechaba que el mundo sería, pronto, asombrosamente multiplicado.
América no sólo carecía de nombre. Los noruegos no sabían que la habían descubierto hacía largo tiempo, y el propio Colón murió, después de sus viajes, todavía convencido de que había llegado al Asia por la espalda. En 1492, cuando la bota española se clavó por primera vez en las arenas de las Bahamas, el Almirante creyó que estas islas eran una avanzada del Japón. Colón llevaba consigo un ejemplar del libro de Marco Polo, cubierto de anotaciones en los márgenes de las páginas. Los habitantes de Cipango, decía Marco Polo, «poseen oro en enorme abundancia y las minas donde lo encuentran no se agotan jamás... También hay en esta isla perlas del más puro oriente en gran cantidad. Son rosadas, redondas y de gran tamaño y sobrepasan en valor a las perlas blancas». La riqueza de Cipango había llegado a oídos del Gran Khan Kublai, había despertado en su pecho el deseo de conquistarla: él había fracasado. De las fulgurantes páginas de Marco Polo se echaban al vuelo todos los bienes de la creación; había casi trece mil islas en el mar de la India con montañas de oro y perlas, y doce clases de especias en cantidades inmensas, además de la pimienta blanca y negra.
La pimienta, el jengibre, el clavo de olor, la nuez moscada y la canela eran tan codiciados como la sal para conservar la carne en invierno sin que se pudriera ni perdiera sabor. Los Reyes Católicos de España decidieron financiar la aventura del acceso directo a las fuentes, para liberarse de la onerosa cadena de intermediarios y revendedores que acaparaban el comercio de las especias y las plantas tropicales, las muselinas y las armas blancas que provenían de las misteriosas regiones del oriente. El afán de metales preciosos, medio de pago para el tráfico comercial, impulsó también la travesía de los mares malditos. Europa entera necesitaba plata; ya casi estaban exhaustos los filones de Bohemia, Sajonia y el Tirol.
España vivía el tiempo de la reconquista. 1492 no fue sólo el año del descubrimiento de América, el nuevo mundo nacido de aquella equivocación de consecuencias grandiosas. Fue también el año de la recuperación de Granada. Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, que habían superado con su matrimonio el desgarramiento de sus dominios, abatieron a comienzos de 1492 el último reducto de la religión musulmana en suelo español. Había costado casi ocho siglos recobrar lo que se había perdido en siete años,(1 J. H. Elliott, La España imperial, Barcelona, 1965).y la guerra de reconquista había agotado el tesoro real. Pero ésta era una guerra santa, la guerra cristiana contra el Islam, y no es casual, además, que en ese mismo año 1492 ciento cincuenta mil judíos declarados fueran expulsados del país. España adquiría realidad como nación alzando espadas cuyas empuñaduras dibujaban el signo de la cruz. La reina Isabel se hizo madrina de la Santa Inquisición. La hazaña del descubrimiento de América no podría explicarse sin la tradición militar de guerra de cruzadas que imperaba en la Castilla medieval, y la Iglesia no se hizo rogar para dar carácter sagrado a la conquista de las tierras incógnitas del otro lado del mar. El Papa Alejandro VI, que era valenciano, convirtió a la reina Isabel en dueña y señora del Nuevo Mundo. La expansión del reino de Castilla ampliaba el reino de Dios sobre la tierra.
Tres años después del descubrimiento, Cristóbal Colón dirigió en persona la campaña militar contra los indígenas de la Dominicana. Un puñado de caballeros, doscientos infantes y unos cuantos perros especialmente adiestrados para el ataque diezmaron a los indios. Más de quinientos, enviados a España, fueron vendidos como esclavos en Sevilla y murieron miserablemente (2 L. Capitán y Henri Lorin, El trabajo en América, antes y después de Colón, Buenos Aires, 1948). Pero algunos teólogos protestaron y la esclavización de los indios fue formalmente prohibida al nacer el siglo XVI. En realidad, no fue prohibida sino bendita: antes de cada entrada militar, los capitanes de conquista debían leer a los indios, ante escribano público, un extenso y retórico Requerimiento que los exhortaba a convertirse a la santa fe católica: «Si no lo hiciereis, o en ello dilación maliciosamente pusiereis, certifícoos que con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas las partes y manera que yo pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de Su Majestad y tomaré vuestras mujeres y hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé, y dispondré de ellos como Su Majestad mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere...»(3 Daniel Vidart, Ideología y realidad de América, Montevideo, 1968.)
América era el vasto imperio del Diablo, de redención imposible o dudosa, pero la fanática misión contra la herejía de los nativos se confundía con la fiebre que desataba, en las huestes de la conquista, el brillo de los tesoros del Nuevo Mundo. Bernal Díaz del Castillo, fiel compañero de Hernán Cortés en la conquista de México, escribe que han llegado a América «por servir a Dios y a Su Majestad y también por haber riquezas».
Colón quedó deslumbrado, cuando alcanzó el atolón de San Salvador, por la colorida transparencia del Caribe, el paisaje verde, la dulzura y la limpieza del aire, los pájaros espléndidos y los mancebos «de buena estatura, gente muy hermosa» y «harto mansa» que allí habitaba. Regaló a los indígenas «unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor con que hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla». Les mostró las espadas. Ellos no las conocían, las tomaban por el filo, se cortaban. Mientras tanto, cuenta el Almirante en su diario de navegación, «yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro, y vide que algunos dellos traían un pedazuelo colgando en un agujero que tenían a la nariz, y por señas pude entender que yendo al Sur o volviendo la isla por el Sur, que estaba allí un Rey que tenía grandes vasos dello, y tenía muy mucho». Porque «del oro se hace tesoro, y con él quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso». En su tercer viaje Colón seguía creyendo que andaba por el mar de la China cuando entró en las costas de Venezuela; ello no le impidió informar que desde allí se extendía una tierra infinita que subía hacia el Paraíso Terrenal. También Américo Vespucio, explorador del litoral de Brasil mientras nacía el siglo XVI, relataría a Lorenzo de Médicís: «Los árboles son de tanta belleza y tanta blandura que nos sentíamos estar en el Paraíso Terrenal... » (4 Luis Nicolau D'Olwer, Cronistas de las culturas precolombinas, México, 1963. El abogado Antonio de León Pinelo dedicó dos tomos enteros a demostrar que el Edén estaba en América. En El Paraíso en el Nuevo Mundo (Madrid, 1656), incluyó un mapa de América del Sur en el que puede verse, al centro, el jardín dei Edén regado por el Amazonas, el Río de la Plata, el Orinoco y el Magdalena. El fruto prohibido era el plátano. El mapa indícaba el lugar exacto de donde había partido el Arca de Noé, cuando el Diluvio Universal.) Con despecho escribía Colón a los reyes, desde Jamaica, en 1503: «Cuando yo descubrí las Indias, dije que eran el mayor señorío rico que hay en el mundo. Yo dije del oro, perlas, piedras preciosas, especierías... ».
Una sola bolsa de pimienta valía, en el medioevo, más que la vida de un hombre, pero el oro y la plata eran las llaves que el Renacimiento empleaba para abrir las puertas del paraíso en el cielo y las puertas del mercantilismo capitalista en la tierra. La epopeya de los españoles y los portugueses en América combinó la propagación de la fe cristiana con la usurpación y el saqueo de las riquezas nativas. El poder europeo se extendía para abrazar el mundo. Las tierras vírgenes, densas de selvas y de peligros, encendían la codicia de los capitanes, los hidalgos caballeros y los soldados en harapos lanzados a la conquista de los espectaculares botines de guerra: creían en la gloria, «el sol de los muertos», y en la audacia. «A los osados ayuda fortuna», decía Cortés. El propio Cortés había hipotecado todos sus bienes personales para equipar la expedición a México. Salvo contadas excepciones como fue el caso de Colón o Magallanes, las aventuras no eran costeadas por el Estado, sino por los conquistadores mismos, o por los mercaderes y banqueros que los financiaban (5). 5) J. M. Ots Capdequí, El Estado español en las Indias, México, 1941.
Nació el mito de Eldorado, el monarca bañado en oro que los indígenas inventaron para alejar a los intrusos: desde Gonzalo Pizarro hasta Walter Raleigh, muchos lo persiguieron en vano por las selvas y las aguas del Amazonas y el Orinoco. El espejismo del «cerro que manaba plata» se hizo realidad en 1545, con el descubrimiento de Potosí, pero antes habían muerto, vencidos por el hambre y por la enfermedad o atravesados a flechazos por los indígenas, muchos de los expedicionarios que intentaron, infructuosamente, dar alcance al manantial de la plata remontando el río Paraná.
Había, sí, oro y plata en grandes cantidades, acumulados en la meseta de México y en el altiplano andino. Hernán Cortés reveló para España, en 1519, la fabulosa magnitud del tesoro azteca de Moctezuma, y quince años después llegó a Sevilla el gigantesco rescate, un aposento lleno de oro y dos de plata, que Francisco Pizarro hizo pagar al inca Atahualpa antes de estrangularlo. Años antes, con el oro arrancado de las Antillas había pagado la Corona los servicios de los marinos que habían acompañado a Colón en su primer viaje(6 Earl J. Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain (1501-1650), Massachusetts, 1934).
Finalmente, la población de las islas del Caribe dejó de pagar tributos, porque desapareció: los indígenas fueron completamente exterminados en los lavaderos de oro, en la terrible tarea de revolver las arenas auríferas con el cuerpo a medias sumergido en el agua, o roturando los campos hasta más allá de la extenuación, con la espalda doblada sobre los pesados instrumentos de labranza traídos desde España. Muchos indígenas de la Dominicana se anticipaban al destino impuesto por sus nuevos opresores blancos: mataban a sus hijos y se suicidaban en masa. El cronista oficial Fernández de Oviedo interpretaba así, a mediados del siglo XVI, el holocausto de los antillanos: «Muchos dellos, por su pasatiempo, se mataron con ponzoña por no trabajar, y otros se ahorcaron por sus manos propias» (7Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, Madrid, 1959. La interpretación hizo escuela. Me asombra leer, en el último libro del técnico francés René Dumon, Cuba, est-il socialiste?, París, 1970: «Los indios no fueron totalmente exterminados. Sus genes subsisten en los cromosomas cubanos. Ellos sentían una tal aversión por la tensión que exige el trabajo continuo, que algunos se suicidaron antes que aceptar el trabajo forzado).

RETORNABAN LOS DIOSES CON LAS
ARMAS SECRETAS

A su paso por Tenerife, durante su primer viaje, había presenciado Colón una formidable erupción volcánica. Fue como un presagio de todo lo que vendría después en las inmensas tierras nuevas que iban a interrumpir la ruta occidental hacia el Asia. América estaba allí, adivinada desde sus costas infinitas: la conquista se extendió, en oleadas, como una marea furiosa. Los adelantados sucedían a los almirantes y las tripulaciones se convertían en huestes invasoras. Las bulas del Papa habían hecho apostólica concesión del Africa a la corona de Portugal, y a la corona de Castilla habían otorgado las tierras «desconocidas cómo las hasta aquí descubiertas por vuestros enviados y las que se han de descubrir en lo futuro...». América había sido donada a la reina Isabel. En 1508, una nueva bula concedió a la corona española, a perpetuidad, todos los diezmos recaudados en América: el codiciado patronato universal sobre la Iglesia del Nuevo Mundo incluía el derecho de presentación real de todos los beneficios eclesiásticos"(8 Guillermo Vázquez Franco, Iv conquista ¡ustilicada, Montevideo, 1968, y J. H. Elliott, op. cit)
El Tratado de Tordesillas, suscrito en 1494, permitió a Portugal ocupar territorios americanos más allá de la línea divisoria trazada por el Papa, y en 1530 Martím Alfonso de Sousa fundó las primeras poblaciones portuguesas en Brasil, expulsando a los franceses. Ya para entonces los españoles, atravesando selvas infernales y desiertos infinitos, habían avanzado mucho en el proceso de la exploración y la conquista. En 1513, el Pacífico resplandecía ante los ojos de Vasco Núñez de Balboa; en el otoño de 1522, retornaban a España los sobrevivientes de la expedición de Hernando de Magallanes que habían unido por vez primera ambos océanos y habían verificado que el mundo era redondo al darle la vuelta completa; tres años antes habían partido de la isla de Cuba, en dirección a México, las diez naves de Hernán Cortés, y en 1523 Pedro de Alvarado se lanzó a la conquista de Centroamérica; Francisco Pizarro entró triunfante en el Cuzco, en 1533, apoderándose del corazón del imperio de los incas; en 1540, Pedro de Valdivia atravesaba el desierto de Atacama y fundaba Santiago de Chile. Los conquistadores penetraban el Chaco y revelaban el Nuevo Mundo desde el Perú hasta las bocas del río más caudaloso del planeta.
Había de todo entre los indígenas de América: astrónomos y caníbales, ingenieros y salvajes de la Edad de Piedra. Pero ninguna de las culturas nativas conocía el hierro ni el arado, ni el vidrio ni la pólvora, ni empleaba la rueda. La civilización que se abatió sobre estas tierras desde el otro lado del mar vivía la explosión creadora del Renacimiento. América aparecía como una invención más, incorporada junto con la pólvora, la imprenta, el papel y la brújula al bullente nacimiento de la Edad Moderna. El desnivel de desarrollo de ambos mundos explica en gran medida la relativa facilidad con que sucumbieron las civilizaciones nativas. Hernán Cortés desembarcó en Veracruz acompañado por no más de cien marineros y 508 soldados; traía 16 caballos, 32 ballestas, diez cañones de bronce y algunos arcabuces, mosquetes y pistolones. Y sin embargo, la capital de los aztecas, Tenochtitlán, era por entonces cinco veces mayor que Madrid y duplicaba la población de Sevilla, la mayor de las ciudades españolas. Francisco Pizarro entró en Cajamarca con 180 soldados y 37 caballos.
Los indígenas fueron, al principio, derrotados por el asombro. El emperador Moctezuma recibió, en su palacio, las primeras noticias: un cerro grande andaba moviéndose por el mar, Otros mensajeros llegaron después: «...mucho espanto le causó el oír cómo estalla el cañón, cómo retumba su estrépito, y cómo se desmaya uno; se le aturden a uno los oídos. Y cuando cae el tiro, una como bola de piedra sale de sus entrañas: va lloviendo fuego...». Los extranjeros traían «venados» que los soportaban «tan alto como los techos». Por todas partes venían envueltos sus cuerpos, «solamente aparecen sus caras. Son blancas, son como si fueran de cal. Tienen el cabello amarillo, aunque algunos lo tienen negro. Larga su barba es... »(9 Según los informantes indígenas de fray Bernardino de Sahagún, en el Códice Florentino. Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, México, 1967). Moctezuma creyó que era el dios Quetzalcóatl quien volvía. Ocho presagios habían anunciado, poco antes, su retorno. Los cazadores le habían traído un ave que tenía en la cabeza una diadema redonda con la forma de un espejo, donde se reflejaba el cielo con el sol hacia el poniente. En ese espejo Moctezuma vio marchar sobre México los escuadrones de los guerreros. El dios Quetzalcóatl había venido por el este y por el este se había ido: era blanco y barbudo. También blanco y barbudo era Huiracocha, el dios bisexual de los incas. Y el oriente era la cuna de los antepasados heroicos de los mayas (10 Estas asombrosas coincidencias han estimulado la hipótesis de que los dioses de las religiones indígenas habían sido en realidad europeos llegados a estas tierras mucho antes que Colón. Rafael Pineda Yáñez, La isla y Colón, Buenos Aires, 1955.)
Los dioses vengativos que ahora regresaban para saldar cuentas con sus pueblos traían armaduras y cotas de malla, lustrosos caparazones que devolvían los dardos y las piedras; sus armas despedían rayos mortíferos y oscurecían la atmósfera con humos irrespirables. Los conquistadores practicaban también, con habilidad política, la técnica de la traición y la intriga. Supieron explotar, por ejemplo, el rencor de los pueblos sometidos al dominio imperial de los aztecas y las divisiones que desgarraban el poder de los incas. Los tlaxcaltecas fueron aliados de Cortés, y Pizarro usó en su provecho la guerra entre los herederos del imperio incaico, Huáscar y Atahualpa, los hermanos enemigos. Los conquistadores ganaron cómplices entre las castas dominantes intermedias, sacerdotes, funcionarios, militares, una vez abatidas, por el crimen, las jefaturas indígenas más altas. Pero además usaron otras armas o, si se prefiere, otros factores trabajaron objetivamente por la victoria de los invasores. Los caballos y las bacterias, por ejemplo. Los caballos habían sido, como los camellos, originarios de América (11 Tacquetta Hawkes, Prehistoria, en la, Historia de la Humanidad, de la UNESCO, Buenos Aires, 1966.) pero se habían extinguido en estas tierras. Introducidos en Europa por los jinetes árabes, habían prestado en el Viejo Mundo una inmensa utilidad militar y económica. Cuando reaparecieron en América a través de la conquista, contribuyeron a dar fuerzas mágicas a los invasores ante los ojos atónitos de los indígenas. Según una versión, cuando el inca Atahualpa vio llegar a los primeros soldados españoles, montados en briosos caballos ornamentados con cascabeles y penachos, que corrían desencadenando truenos y polvaredas con sus cascos veloces, se cayó de espaldas(12). Miguel León-Portilla, El reverso de la conquista. Relaciones aztecas, mayas e incas, México, 1964.El cacique Tecum, al frente de los herederos de los mayas, descabezó con su lanza el caballo de Pedro de Alvarado, convencido de que formaba parte del conquistador: Alvarado se levantó y lo mató (13 Miguel León-Portilla, op. u.t ) . Contados caballos, cubiertos con arreos de guerra, dispersaban las masas indígenas y sembraban el terror y la muerte. «Los curas y misioneros esparcieron ante la fantasía vernácula», durante el proceso colonizador, «que los caballos eran de origen sagrado, ya que Santiago, el Patrón de España, montaba en un potro blanco, que había ganado valiosas batallas contra los moros y judíos, con ayuda de la Divina Providencia» (14 Gustavo Adolfo Otero, Vida social en el coloniaje, La Paz, 1958).
Las bacterias y los virus fueron los aliados más eficaces. Los europeos traían consigo, como plagas bíblicas, la viruela y el tétanos, varias enfermedades pulmonares, intestinales y venéreas, el tracoma, el tifus, la lepra, la fiebre amarilla, las caries que pudrían las bocas. La viruela fue la primera en aparecer. ¿No sería un castigo sobrenatural aquella epidemia desconocida y repugnante que encendía la fiebre y descomponía las carnes? «Ya se fueron a meter en Tlaxcala. Entonces se difundió la epidemia: tos, granos ardientes, que queman», dice un testimonio indígena, y otro: «A muchos dio la muerte la pegajosa, apelmazada, dura enfermedad de granos» (15 Autores anónimos de Tisteloico e informantes de Saha gún, en Miguel León-Portilla, op. cit.). Los indios morían como moscas; sus organismos no oponían defensas ante las enfermedades nuevas. Y los que sobrevivían quedaban debilitados e inútiles. El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro estima que más de la mitad de la población aborigen de América, Australia y las islas oceánicas murió contaminada luego del primer contacto con los hombres blancos (16 Dercy Ribeiro, las Américas y la civilización, tomo r: La civilización occidentai y nosotros. Los pueblos testimonio, Buenos Aires, 1969,).
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Benedetti Antologìa Poètica

Càlculo de probabilidades
Cada vez que un dueño de la tierra proclama
para quitarme este patrimonio
tendràn que pasar
sobre mi cadàver
deberìa tener en cuenta
que a veces
pasan.

Dolina El libro del fantasma


El fantasma I

En aquel verano, yo acostumbraba a pasar las tardecitas en la plaza de Devoto. Había descubierto que el lugar era triste, y me parecía conveniente para un hombre como yo. Me había dejado la Mujer Amada y mi dolor incomodaba a mis amigos y familia- res. Un primero de marzo se me presentó el fantasma.
-Buenas tardes. No hace falta que me diga que usted detesta ha- blar con desconocidos. Seré brevísimo: soy una aparición y lo necesito.
El hombre parecía bastante concreto y hasta tenía un aire fami- liar, como si nos conociéramos del tren. Le ahorré cualquier ma- nifestación de asombro o controversia.
-Hable.
—Como usted sabrá, un alma en pena es la consecuencia de un des- perfecto jurídico de ultratumba. Algunas personas no llegan a mere- cer enteramente el cielo, el infierno y ni siquiera el purgatorio. Se establece entonces un régimen especial que mantiene al involucrado en situación de espectro por plazos que suelen prolongarse hasta el cumplimiento de unos sucesos determinados. Pues bien, yo era escri- tor. Un escritor bastante exitoso. Un editor ingenuo confió en mí y me pagó una fortuna por un libro que todavía no había escrito. Yo me gasté el dinero y me morí antes de completar ni siquiera una pá- gina. Ahora estoy condenado a penar hasta que fuerzas superiores vean terminado el libro que prometí.
—¿ Y por qué no lo escribe?
—No se me ocurre nada. Los seres eternos no pueden escribir. Pero usted puede ayudarme. Escriba para mí.
—Yo tampoco puedo escribir. Amaba a una mujer: yo la miraba y se me ocurrían ideas. Ella ya no está.
El fantasma señaló una flor que llevaba en el ojal.
-Yo tengo lo que usted necesita. Esta flor enamora a la mujer de nuestra vida. Escríbame el libro y se la daré. Doscientas páginas de cualquier cosa.
-Acepto.
—Vaya trayéndome lo que pueda: cuentos, ensayos, poesías, notas... Yo lo esperaré aquí el primero de cada mes.
Saludó apenas y se fue. Era un fantasma alto.
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Castaneda Las enseñanzas de Don Juan


PRIMERA PARTE “LAS ENSEÑANZAS”

I

LAS NOTAS sobre mi primera sesión con don Juan están fechadas el 23 de junio de 1961, En esa ocasión principiaron las enseñanzas. Yo había visto a don Juan varias veces antes, únicamente en calidad de observador. En cada oportunidad le había pedido instruirme sobre el peyote. Siempre hacia caso omiso de mi petición, pero jamás rechazaba de plano el tema y yo interpretaba sus titubeos como una posibilidad de que, rogándole más, podría inclinarse a hablar de sus conocimientos.
En esta sesión inicial me dio a entender claramente que podría tener en cuenta mi petición siempre y cuando yo poseyera claridad de mente y propósito -con respecto a lo que le había preguntado. Me era imposible cumplir tal condición, pues yo sólo le había pedido enseñanza sobre el peyote como medio de establecer con él un lazo de comunicación. Pensé que su familiaridad con el tema podía predisponerlo a estar más abierto y más dispuesto a hablar, permitiéndome así el ingreso en su conocimiento de las propiedades de las plantas. Sin embargo, él había tomado mi petición en sentido literal, y le preocupaba mi propósito de desear aprender sobre el peyote.

Viernes, 23 de junio, 1961

-¿Me va usted a enseñar, don Juan?
-¿Por qué quieres emprender un aprendizaje así?
-Quiero, de veras que me enseñe usted lo que se hace con el peyote. ¿No es buena razón nada más que querer saber?
-¡No! Debes buscar en tu corazón y descubrir por qué un joven como tú quiere emprender tamaña tarea de aprendizaje.
-¿Por qué aprendió usted, don Juan?
-¿Por qué preguntas eso?
-Quizá los dos tenemos las mismas razones,
-Lo dudo. Yo soy indio. No andamos por los mismos caminos.
-Mi única razón es que quiero aprender, sólo por saber. Pero le aseguro, don Juan, que mis intenciones no son malas.
-Te creo. Te he fumado.
-¿Cómo dice?
-No importa ya. Conozco tus intenciones.
-¿Quiere usted decir que vio a través de mí?
-Puedes decirlo así.
-¿Entonces me enseñará?
-¡No!
-¿Porque no soy indio?
-No. Porque no conoces tu corazón. Lo importante es que sepas exactamente por qué quieres comprometerte. Aprender los asuntos del "Mescalito" es un acto de lo más serio. Si fueras indio, tu solo deseo seria suficiente. Muy pocos indios tienen ese deseo.

Domingo, 25 de junio, 1961

Me quedé con don Juan toda la tarde del viernes. Iba a marcharme a eso de las 7 p.m. Estábamos sentados en el zaguán de su casa y yo resolví preguntarle una vez más acerca de la 11
enseñanza. Era casi una pregunta de rutina y esperaba que él volviese a negarse. Le pregunté si había alguna forma de aceptar mi solo deseo de saber, como si yo fuera indio. Tardó un rato largo en responder. Me sentí obligado a quedarme, porque don Juan parecía estar tratando de decidir algo.
Finalmente me dijo que había una forma, y procedió a delinear un problema. Señaló que yo estaba muy cansado sentado en el suelo, y que lo adecuado era hallar un "sitio" en el suelo donde pudiera sentarme sin fatiga. Yo tenía las rodillas contra el pecho y los brazos enlazados en torno a las pantorrillas. Cuando don Juan dijo que yo estaba cansado, advertí que me dolía la espalda y me hallaba casi exhausto.
Esperé su explicación con respecto a lo de un "sitio", pero don Juan no hizo ningún intento abierto de aclarar el punto. Pensé que acaso quería indicarme cambiar de posición, de modo que me levanté y fui a sentarme más cerca de él. Don Juan protestó por mi movimiento y recalcó claramente que un sitio significaba un lugar donde uno podía sentirse feliz y fuerte de manera natural. Palmeó el lugar donde se hallaba sentado y dijo que ése era su sitio, añadiendo que me había puesto una adivinanza: yo debía resolverla solo y sin más deliberación.
Lo que él había planteado como un problema que ha de ser resuelto era ciertamente una adivinanza. Yo no tenía idea de cómo empezar, ni idea de lo que él tenía en mente. Varias veces pedí una pista, o al menos un indicio, sobre cómo proceder a la localización de un punto donde me sintiera feliz y fuerte. Insistí y argumenté que no tenía la menor idea de qué quería decir él en realidad, porque no me era posible concebir el problema. El me sugirió caminar por el zaguán, hasta hallar el sitio.
Me levanté y empecé a recorrer el suelo. Me sentí ridículo y fui a sentarme frente a don Juan. El se enojó mucho conmigo y me acusó de no escuchar, diciendo que acaso no quisiera aprender. Tras un rato se calmó y me explicó que no cualquier lugar era bueno para sentarse o para estar en él, y que dentro de los confines del zaguán había un único sitio donde yo podía estar en las mejores condiciones. Mi tarea consistía en distinguirlo entre todos los demás lugares. La norma general era "sentir" todos los sitios posibles a mi alcance hasta determinar sin lugar a dudas cuál era el sitio correspondiente.
.Argüí que, si bien el zaguán no era demasiado grande (3.5 X 2.5 metros), el número de sitios posibles era avasallador, que requeriría un tiempo muy largo para probarlos todos y que como él no especificaba el tamaño del sitio, las posibilidades podían ser infinitas. Mis argumentos resultaron fútiles. Don Juan se puso en pie y, con mucha severidad, me advirtió que resolver el problema tal vez requiriera días, pero de no resolverlo daba igual que me marchara, porque él no tendría nada que decirme. Recalcó que él sabía dónde era mi sitio, y que por tanto yo no podría mentirle; dijo que sólo en esta forma le sería posible aceptar como razón válida mi deseo de aprender los asuntos del Mescalito. Añadió que nada en este mundo era un regalo: todo cuanto hubiera que aprender debía aprenderse por el camino difícil.
Dio vuelta a la casa para ir a orinar en el chaparral. De regreso entró directamente en su casa por la parte trasera.
Pensé que la misión de hallar el supuesto sitio de felicidad era su propio modo de deshacerse de mí, pero me levanté y empecé a pasear de un lado a otro. El cielo estaba claro. Podía ver cuanto había en el zaguán y sus inmediaciones. Debí de caminar una hora o más, pero no ocurrió nada que revelase la ubicación del sitio. Me cansé de andar y tomé asiento; tras unos cuantos minutos me senté en otro lugar, y luego en otro, hasta cubrir todo el piso en forma semisistemática. Deliberadamente procuraba "sentir" diferencias entre lugares, pero carecía de criterio para la diferenciación. Sentí que estaba perdiendo el tiempo, pero me quedé. Mi racionalización fue que había venido de lejos sólo para ver a don Juan, y en realidad no tenía otra cosa que hacer.

Me acosté de espaldas y puse las manos bajo la cabeza a manera de almohada. Luego rodé y permanecí un rato sobre mi estómago. Repetí este proceso rodando por todo el piso. Por primera vez me pareció haber tropezado con un vago criterio. Sentía más calor acostado de espaldas.
Rodé nuevamente, ahora en dirección contraria, y otra vez cubrí el largo del piso, yaciendo boca abajo en los sitios donde estuve boca arriba en mi primera gira rodante. Experimenté las mismas sensaciones de tibieza y frío según la postura, pero no diferencia entre los sitios.
Entonces se me ocurrió una idea que creí brillante: ¡el sitio de don Juan! Me senté allí y luego me acosté, boca abajo al principio y después de espaldas, pero el lugar era igual a los otros. Me levanté. Estaba harto. Quería despedirme de don Juan, pero no me atrevía a despertarlo. Miré mi reloj. ¡Eran las 2 de la mañana! Había estado rodando durante seis horas.
En ese momento don Juan salió y rodeó la casa para ir al chaparral. Regresó y se detuvo junto a la puerta. Me sentía completamente abatido, y quise decirle algo desagradable y marcharme. Pero me di cuenta de que no era culpa suya; yo mismo había querido prestarme a todas esas tonterías. Le declaré mi fracaso: llevaba toda la noche rodando en el suelo, como un idiota y aún no podía hallar pies ni cabeza a la adivinanza.
Don Juan rió y dijo que eso no lo sorprendía, porque yo no había procedido, correctamente. No había usado los ojos. Eso era cierto, pero yo estaba muy seguro de que él me había indicado sentir la diferencia. Señalé esto, y él arguyó que es posible sentir con los ojos, cuando no están mirando de lleno las cosas. En mi propio caso, dijo, no tenía yo otro medio de resolver el problema que usar cuanto tenia: mis ojos.
Entró en la casa. Tuve la certeza de que me había observado. No tenía, pensé, otra forma de saber que yo no había estado usando los ojos. Empecé a rodar de nuevo, porque ése era el procedimiento más cómodo. Esta vez, sin embargo, apoyé la barbilla en las manos y miré cada detalle. Tras un intervalo cambió la oscuridad en torno mío. Mientras enfocaba el punto directamente frente a mí, toda la zona periférica de mi campo de visión adquirió una coloración brillante, un amarillo verdoso homogéneo. El efecto fue pasmoso. Mantuve los ojos fijos en el punto frente a mí y empecé a reptar de lado, boca abajo, trecho por trecho.
De pronto, en un punto cercano a la mitad del piso, advertí otro cambio de color. En un sitio, a mi derecha, aún en la periferia de mi campo de visión, el amarillo verdoso se hacía intensamente púrpura. Concentré allí la atención. El púrpura se desvaneció en un color pálido, pero brillante todavía, que permaneció estable mientras detuve en él mi atención.
Marqué el sitio con mi chaqueta y llamé a don Juan. Salió al zaguán. Yo estaba realmente excitado; había visto claramente el cambio de matices. Don Juan no pareció impresionarse, pero me indicó sentarme en el sitio e informarle de qué clase de sensación era aquélla. Tomé asiento y luego me tendí de espaldas. En pie junto a mí, don Juan preguntó repetidamente cómo me sentía, pero yo no experimenté nada diferente. Durante unos quince minutos traté de sentir o ver una diferencia, mientras don Juan aguardaba paciente junto a mí.
Me sentí fastidiado. Tenía un sabor metálico en la boca. De un momento a otro me dolía la cabeza. Estaba a punto de vomitar. La idea de mis esfuerzos absurdos me irritaba hasta la furia.Me levanté. Don Juan debió notar mi profunda amargura. No rió: dijo con mucha seriedad que, si quería yo aprender, debía ser inflexible conmigo mismo. Sólo una opción me estaba bierta, dijo: renunciar y marcharme, caso en el cual jamás aprendería, o resolver la adivinanza.
Entró de nuevo. Yo quería irme en el acto, pero me hallaba demasiado cansado para conducir; además, el percibir los colores había sido tan asombroso que yo no vacilaba en considerar aquello como un criterio de algún tipo, y acaso pudieran percibirse otros cambios.

De cualquier modo, era demasiado tarde para irme. Me senté, estiré las piernas hacia atrás y volvía comenzar desde el principio.
Durante esta ronda atravesé rápidamente cada lugar, pasando por el sitio de don Juan, hasta el final del piso, y luego viré para cubrir el lado exterior. Al llegar al centro advertí que otro cambio de coloración estaba ocurriendo de nuevo en el borde de mi campo de visión. El color verdoso pálido percibido en toda el área se convertía, en cierto sitio a mi derecha, en un verdigrís nítido. Permaneció un momento y luego se metamorfoseó súbitamente en otro matiz fijo, distinto del que yo había percibido antes. Me quité un zapato para marcar el punto, y seguí rodando hasta cubrir el suelo en todas las direcciones posibles. No hubo ningún otro cambio de coloración.
Volví al punto indicado por mi zapato y lo examiné. Quedaba a metro y medio o poco más del sitio indicado por mi chaqueta, aproximadamente en dirección sureste. Había una piedra grande junto a él. Estuve tendido allí un buen rato, tratando de descubrir pistas, observando cada detalle, pero no sentí nada diferente.
Decidí probar el otro sitio. Rápidamente giré sobre mis rodillas, y estaba a punto de acostarme en la chaqueta cuando sentí una aprensión insólita. Era más bien como la sensación física de que algo empujaba mi estómago. Me levanté de un salto, retrocediendo con el mismo impulso.
El cabello de mi nuca se erizó. Mis piernas se habían arqueado ligeramente, mi tronco estaba echado hacia adelante y mis brazos se proyectaban rígidamente frente a mí, con los dedos contraídos como garras. Advertí la extraña postura, y mi sobresalto aumentó.
Retrocediendo involuntariamente, tomé asiento en la piedra junto a mi zapato. De allí me dejé resbalar al suelo. Intenté aclarar qué cosa había podido ocurrir para producirme tal susto. Pensé que debía haber sido mi fatiga. Ya casi era de día, Me sentí ridículo y confuso. Sin embargo, no tenía modo de explicar qué cosa me asustó, ni había descubierto lo que deseaba don Juan.
Resolví hacer un último intento. Me levanté, me acerqué despacio al lugar marcado por mi chaqueta, y de nuevo sentí la misma aprensión. Esta vez hice un vigoroso esfuerzo por dominarme. Tomé asiento y luego me arrodillé para tenderme boca abajo, pero no pude acostarme pese a mi voluntad. Puse las manos en el suelo. Mi aliento se aceleró; se me revolvió el estómago. Tuve una clara sensación de pánico y luché por no salir corriendo, Pensé que tal vez don Juan me vigilaba. Lentamente repté de regreso al otro sitio y apoyé la espalda contra la piedra. Quería descansar un rato para poner en orden mis ideas, pero me quedé dormido. Oí a don Juan hablar y reír por encima de mi cabeza. Desperté.
-Hallaste el sitio -dijo.
Al principio no entendí, pero él me aseguró de nuevo que el lugar donde me había quedado dormido era el sitio en cuestión. Una vez más preguntó qué sentía allí tendido. Le dije que en realidad no advertía ninguna diferencia.
Me pidió comparar mis sensaciones en aquel momento con lo que había sentido al yacer en el otro sitio. Por vez primera se me ocurrió conscientemente que me era imposible explicar mi aprensión de la noche anterior, Don Juan me instó, con una especie de actitud de reto, a sentarme en el otro sitio.
Por algún motivo inexplicable, yo tenía miedo a ese lugar, y no me senté en él. Don Juan aseveró que sólo un tonto podía dejar de ver la diferencia.
Le pregunté si cada uno de los dos lugares tenía un nombre especial. Dijo que el bueno se llamaba el sitio y el malo el enemigo; dijo que estos dos lugares eran la clave del bienestar de un hombre, especialmente si buscaba conocimiento. El mero acto de sentarse en el sitio propio creaba fuerza superior; en cambio, el enemigo debilitaba e incluso podía causar la muerte. Dijo que yo había repuesto mi energía, dispendiada la noche anterior, echando una siesta en mi sitio. También dijo que los colores percibidos por mí en asociación con cada sitio específico tenían el mismo efecto general de dar fuerza o de reducirla.

Le pregunté si existían para mí otros sitios como los dos que había hallado y cómo debería hacer para localizarlos. Dijo que muchos lugares en el mundo serían comparables a esos dos, y que la mejor manera de hallarlos era determinar sus colores respectivos.
Yo no sabía a ciencia cierta si había resuelto el problema o no; de hecho, ni siquiera me hallaba convencido de que hubiese habido algún problema; no podía dejar de sentir que la experiencia era totalmente forzada y arbitraria. Estaba seguro de que don Juan me había observado toda la noche para luego seguirme la corriente diciendo que el sitio donde me quedara dormido era el buscado. Sin embargo, no veía yo motivo lógico de tal acción, y cuando me retó a sentarme en el otro sitio no pude hacerlo. Había una extraña separación entre mi experiencia pragmática de temer al "otro sitio" y mis consideraciones racionales sobre todo el episodio.
Don Juan, en cambio, se hallaba muy seguro de que yo había triunfado y, actuando en concordancia con mi éxito, me hizo saber que iba a instruirme con respecto al peyote.
-Me pediste que te enseñara los asuntos del Mescalito -dijo-. Yo quería ver si tenías espinazo como para conocerlo cara a cara. Mescalito no es chiste. Debes ser dueño de tus recursos.
Ahora sé que puedo aceptar tu solo deseo como una buena razón para aprender.
-¿De veras va usted a enseñarme los asuntos del peyote?
-Prefiero llamarlo Mescalito. Haz tú lo mismo.
-¿Cuándo va usted a empezar?
-No es tan sencillo. Primero debes estar listo,
-Creo que estoy listo.
-Esto no es un chiste. Debes esperar hasta que no haya duda, y entonces lo conocerás.
-¿Tengo qué prepararme?
-No. Nada más tienes que esperar. A lo mejor te olvidas de todo el asunto después de un tiempo. Te cansas rápidamente. Anoche estabas a punto de irte a tu casa apenas se te puso difícil. Mescalito pide una intención muy seria.
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Arlt El Jugete Rabioso

III. EL JUGUETE RABIOSO (fragmento)

Después de lavar los platos, de cerrar las puertas y abrir los postigos, me recosté en el lecho, porque hacía frío.

Sobre la tapia, el sol enrojecía oblicuamente los ladrillos.

Mi madre cosía en otra habitación y mi hermana preparaba sus lecciones. Me dispuse a leer. Sobre una silla, junto al respaldar del lecho, tenía las siguientes obras:

Virgen y madre de Luis de Val, Electrotécnica de Bahía y un Anticristo de Nietzsche. La Virgen y madre, cuatro volúmenes de 1800 páginas cada uno, me lo había prestado una vecina planchadora.

Ya cómodamente acostado, observé con displicencia Virgen y madre. Evidentemente, hoy no me encontraba dispuesto a la lectura del novelón truculento y entonces decidido cogí la Electrotécnica y me puse a estudiar la teoría del campo magnético giratorio.

Leía despacio y con satisfacción. Pensaba, ya interiorizado de la complicada explicación acerca de las corrientes polifásicas.

"Es síntoma de una inteligencia universal poder regalarse con distintas bellezas", y los nombres de Ferranti y Siemens Halscke resonaban en mis oídos armoniosamente.

Pensaba:

"Yo también algún día podré decir ante un congreso de ingenieros: 'Sí, señores... las corrientes electromagnéticas que genera el sol, pueden ser utilizadas y condensadas.' ¡Qué bárbaro, primero condensadas, después utilizadas! —diablo, ¿cómo podían condensarse las corrientes electromagnéticas del sol?"

Sabía, por noticias científicas que aparecen en distintos periódicos, que Tesla, el mago de la electricidad, había ideado un condensador del rayo.

Así soñaba hasta el anochecer, cuando en la habitación contigua escuché la voz de la señora Rebeca Naidath, amiga de mi madre.

—¡Hola! ¿cómo está, frau Drodman?, ¿cómo está mi hijita?

Levanté la cabeza del libro para escuchar.

La señora Rebeca pertenecía al rito judío. Su alma era ruin, porque su cuerpo era pequeño. Caminaba como una foca y escudriñaba como un águila... Yo la detestaba por ciertas trastadas que me había hecho.

—¿Silvio no está? Tengo que hablarle.

En un santiamén estuvo en la otra habitación.

—¡Hola, ¿Cómo le va, frau, qué hay de nuevo?

—¿Tú sabes mecánica?

—Claro... Algo sé. ¿No le enseñaste, mamá, la carta de Ricaldoni?

Efectivamente, Ricaldoni me había felicitado por algunas combinaciones mecánicas absurdas que yo había ideado en mis horas de vagancia.

La señora Rebeca dijo:

—Sí, yo la vi. Toma —alcanzándome un diario en cuya página su dedo de uña orlada de mugre señalaba un aviso, comentó—: Mi marido me dijo que viniera y te avisara. Lee.

Con los puños en las caderas echaba el busto hacia mí. Se tocaba con un sombrerito negro cuyas plumas desbarbadas colgaban lamentables. Sus pupilas negras me inspeccionaban irónicamente el rostro, y a momentos, apartando una mano de la cadera, se rascaba con los dedos la encorvada nariz.

Leí:

"Se necesitan aprendices para mecánicos de aviación. Dingirse a la Escuela Militar de Aviación. Palomar de Caseros."

—Sí, tomas el tren a La Paternal, le dices al guarda que te baje en La Paternal, tomas el 88. Te deja en la puerta.

—Sí, anda hoy, Silvio, es mejor —indicó mi madre sonriendo esperanzada—. Ponete la corbata azul. Ya está planchada y le cosí el forro.

De un salto me planté en mi cuarto y en tanto me trajeaba, escuché a la judía que narraba con voz lamentosa una riña con su marido.

—¡Qué cosa, frau Drodman! Vino borracho, bien borracho. Maximito no estaba, había ido a Quilmes a ver un trabajo de pintura. Yo estaba en la cocina, salgo afuera, y me dice mostrándome el puño así:

"'La comida, pronto... ¿Y el canalla de tu hijo por qué no vino a la obra?' Qué vida, frau, qué vida... Voy a la cocina y ligerito prendo el gas. Pensaba que si venía Maximito iba a suceder un bochinche, y temblaba, frau. ¡Dios mío! Ligerito le traigo el sartén con el hígado y huevos fritos en manteca. Porque a él no le gusta el aceite. Y lo hubiera visto, frau, abre los ojos grandes, frunce la nariz y me dice:

"'Perra, esto está podrido' y eran frescos los huevos. ¡Qué vida, frau, qué vida...! Toda la cama de huevos y manteca. Yo corrí hasta la puerta y él se levantó, agarró los platos y los tiraba contra el suelo. Qué vida. Hasta la hermosa sopera, ¿se acuerda, frau?, hasta la hermosa sopera se rompió. Yo tenía miedo y como me fui, él vino y pum, pum, se daba tremendos puñetazos en el pecho... ¡Qué cosa horrible!, y me gritó cosas que nunca, frau, me gritó: '¡Cochina, quiero lavarme las manos con tu sangre!'"

Se oía suspirar profundamente a la señora Naidath. Los percances de la mujer me divertían. En tanto hacía el lazo de mi corbata, me imaginaba sonriendo al grandulón de su marido, un canoso polaco, con nariz de cacatúa, vociferando tras de doña Rebeca.

El señor Josías Naidath era un hebreo más generoso que un etman del siglo de Sobiesky. Hombre raro. Detestaba a los judíos hasta las exaspeación, y su antisemitismo grotesco se exteriorizaba en un léxico fabuloso por lo obsceno. Natural, su odio era colectivo.

Amigos especuladores le habían engañado muchas veces, pero no quería convencerse de ello y en su casa, para desesperación de la señora Rebeca, siempre podían encontrarse inmigrantes alemanes gordos y aventureros de miserable traza, que se hartaban en torno de la mesa con chucrut y salchicha, y que reían con gruesas carcajadas, moviendo los inexpresivos ojos azules.

El judío les protegía hasta que encontraban trabajo, valiéndose de las relaciones que como pintor y francmasón tenía. Algunos le robaron; hubo un pillastre que del día a la noche desapareció de una casa en refacción llevándose escaleras, tablones y pinturas.

Cuando el señor Naidath supo que el sereno, su protegido, se había despachado en tal forma, puso el grito en el cielo. Parecía el dios Thor enfurecido... más no hizo nada.

Su esposa era el prototipo de la judía avara y sórdida.

Recuerdo que cuando mi hermana era más pequeña, estaba un día de visita en su casa. Con candidez admiraba un hermoso ciruelo cargado de fruta en sazón, y como es lógico, apetecía la fruta y le pedía con palabras tímidas.

Entonces la señora Rebeca la reprendió:

—Hijita... Si tenés ganas de comer ciruela, podés comprar toda la que quieras en el mercado.

—Sírvase el té, señora Naidath.

La judía continuaba narrando lamentosamente:

—Después me gritaba, y todos los vecinos oían, frau; me gritaba: "Hija de carnicero judío, judía cochina, protectora de tu hijo." Como si él no fuera judío, como si Maximito no fuera su hijo.

Efectivamente, la señora Naidath y el cernícalo de Maximito se entendían admirablemente para engañarlo al francmasón y sonsacarle dinero que gastaban en tonterías, complicidad de la que era sabedor el señor Naidath, y que sólo mentándola le sacaba de sus casillas.

Maximito, origen de tantas desaveniencias, era un badulaque de veintiocho años, que se avergonzaba de ser judío y tener la profesión de pintor.

Para disimular su condición de obrero, vestía como un señor, gastaba lentes y de noche antes de acostarse se untaba las manos con glicerina.
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martes, 20 de marzo de 2007

Cortazar Rayuela


¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el boulevard de Sébastopol. De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba. Ahora la Maga no estaba en mi camino, y aunque conocíamos nuestros domicilios, cada hueco de nuestras dos habitaciones de falsos estudiantes en París, cada tarjeta postal abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max Ernst contra las molduras baratas y los papeles chillones, aun así no nos buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el puente, en la terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato en cualquier patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba como un silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Justamente un paraguas, Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en un barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo. Lo tiramos porque lo habías encontrado en la Place de la Concorde, ya un poco roto, y lo usaste muchísimo, sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el metro y en los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando en pájaros pintos o en un dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche, y aquella tarde cayó un chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuando entrábamos en el parque, y en tu mano se armó una catástrofe de relámpagos fríos y nubes negras, jirones de tela destrozada cayendo entre destellos de varillas desencajadas, y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no podía entrar en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de la vereda; entonces yo lo arrollé lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto del parque, cerca del puentecito sobre el ferrocarril, y desde allí lo tiré con todas mis fuerzas al fondo de la barranca de césped mojado mientras vos proferías un grito donde vagamente creí reconocer una imprecación de walkyria. Y en el fondo del barranco se hundió como un barco que sucumbe al agua verde, al agua verde y procelosa, a la mer qui est plus félonesse en été qu’en hiver, a la ola pérfida, Maga, según enumeraciones que detallamos largo rato, enamorados de Joinville y del parque, abrazados y semejantes a árboles mojados o a actores de cine de alguna pésima película húngara. Y quedó entre el pasto, mínimo y negro, como un insecto pisoteado. Y no se movía, ninguno de sus resortes se estiraba como antes. Terminado. Se acabó. Oh Maga, y no estábamos contentos.
¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts? Me parece que ese jueves de diciembre tenía pensado cruzar a la orilla derecha y beber vino en el cafecito de la rue des Lombards donde madame Léonie me mira la palma de la mano y me anuncia viajes y sorpresas. Nunca te llevé a que madame Léonie te mirara la palma de la mano, a lo mejor tuve miedo de que leyera en tu mano alguna verdad sobre mí, porque fuiste siempre un espejo terrible, una espantosa máquina de repeticiones, y lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro. De manera que nunca te llevé a que madame Léonie, Maga; y sé, porque me lo dijiste, que a vos no te gustaba que yo te viese entrar en la pequeña librería de la rue de Verneuil, donde un anciano agobiado hace miles de fichas y sabe todo lo que puede saberse sobre historiografía. Ibas allí a jugar con un gato, y el viejo te dejaba entrar y no te hacía preguntas, contento de que á veces le alcanzaras algún libro de los estantes más altos. Y te calentabas en su estufa de gran caño negro y no te gustaba que yo supiera que ibas a ponerte al lado de esa estufa. Pero todo esto había que decirlo en su momento, sólo que era difícil precisar el momento de una cosa, y aún ahora, acodado en el puente, viendo pasar una pinaza color borravino, hermosísima como una gran cucaracha reluciente de limpieza, con una mujer de delantal blanco que colgaba ropa en un alambre de la proa, mirando sus ventanillas pintadas de verde con cortinas Hansel y Gretel, aún ahora, Maga, me preguntaba si este rodeo tenía sentido, ya que para llegar a la rue des Lombards me hubiera convenido más cruzar el Pont Saint-Michel y el Pont au Change. Pero si hubieras estado ahí esa noche, como tantas otras veces, yo habría sabido que el rodeo tenía un sentido, y ahora en cambio envilecía mi fracaso llamándolo rodeo. Era cuestión, después de subirme el cuello de la canadiense, de seguir por los muelles hasta entrar en esa zona de grandes tiendas que se acaba en el Chátelet, pasar bajo la sombra violeta de la Tour Saint-Jacques y subir por mi calle pensando en que no te había encontrado y en madame Léonie.
Sé que un día llegué a París, sé que estuve un tiempo viviendo de prestado, haciendo lo que otros hacen y viendo lo que otros ven. Sé que salías de un café de la rue du Cherche-Midi y que nos hablamos. Esa tarde todo anduvo mal, porque mis costumbres argentinas me prohibían cruzar continuamente de una vereda a otra para mirar las cosas más insignificantes en las vitrinas apenas iluminadas de unas calles que ya no recuerdo. Entonces te seguía de mala gana, encontrándote petulante y malcriada, hasta que te cansaste de no estar cansada y nos metimos en un café del Boul’Mich’ y de golpe, entre dos medialunas, me contaste un gran pedazo de tu vida Cómo podía yo sospechar que aquello que parecía tan mentira era verdadero, un Figari con violetas de anochecer, con caras lívidas, con hambre y golpes en los rincones. Más tarde te creí, más tarde hubo razones, hubo madame Léonie que mirándome la mano que había dormido con tus senos me repitió casi tus mismas palabras. «Ella sufre en alguna parte. Siempre ha sufrido. Es muy alegre, adora el amarillo, su pájaro es el mirlo, su hora la noche, su puente el Pont des Arts.» (Una pinaza color borravino, Maga, y por qué no nos habremos ido en ella cuando todavía era tiempo.)
Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos minuciosamente. Como no sabías disimular me di cuenta en seguida de que para verte como yo quería era necesario empezar por cerrar los ojos, y entonces primero cosas como estrellas amarillas (moviéndose en una jalea de terciopelo), luego saltos rojos del humor y de las horas, ingreso paulatino en un mundo-Maga que era la torpeza y la confusión pero también helechos con la firma de la araña Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un alfil. Y entonces en esos días íbamos a los cineclubs a ver películas mudas, porque yo con mi cultura, no es cierto, y vos pobrecita no entendías absolutamente nada de esa estridencia amarilla convulsa previa a tu nacimiento, esa emulsión estriada donde corrían los muertos; pero de repente pasaba por ahí Harold Lloyd y entonces te sacudías el agua del sueño y al final te convencías de que todo había estado muy bien, y que Pabst y que Fritz Lang. Me hartabas un poco con tu manía de perfección, con tus zapatos rotos, con tu negativa a aceptar lo aceptable. Comíamos hamburgers en el Carrefour de l’Odéon, y nos íbamos en bicicleta a Montparnasse, a cualquier hotel, a cualquier almohada. Pero otras veces seguíamos hasta la Porte d’Orléans, conocíamos cada vez mejor la zona de terrenos baldíos que hay más allá del Boulevard Jourdan, donde a veces a medianoche se reunían los del Club de la Serpiente para hablar con un vidente ciego, paradoja estimulante. Dejábamos las bicicletas en la calle y nos internábamos de a poco, parándonos a mirar el cielo porque ésa es una de las pocas zonas de París donde el cielo vale más que la tierra. Sentados en un montón de basuras fumábamos un rato, y la Maga me acariciaba el pelo o canturreaba melodías ni siquiera inventadas, melopeas absurdas cortadas por suspiros o recuerdos. Yo aprovechaba para pensar en cosas inútiles, método que había empezado a practicar años atrás en un hospital y que cada vez me parecía más fecundo y necesario. Con un enorme esfuerzo, reuniendo imágenes auxiliares, pensando en olores y caras, conseguía extraer de la nada un par de zapatos marrones que había usado en Olavarría en 1940. Tenían tacos de goma, suelas muy finas, y cuando llovía me entraba el agua hasta el alma. Con ese par de zapatos en la mano del recuerdo, el resto venía solo: la cara de doña Manuela, por ejemplo, o el poeta Ernesto Morroni. Pero los rechazaba porque el juego consistía en recobrar tan sólo lo insignificante, lo inostentoso, lo perecido. Temblando de no ser capaz de acordarme, atacado por la polilla que propone la prórroga, imbécil a fuerza de besar el tiempo, terminaba por ver al lado de los zapatos una latita de Té Sol que mi madre me había dado en Buenos Aires. Y la cucharita para el té, cuchara-ratonera donde las lauchitas negras se quemaban vivas en la taza de agua lanzando burbujas chirriantes. Convencido de que el recuerdo lo guarda todo y no solamente a las Albertinas y a las grandes efemérides del corazón y los riñones, me obstinaba en reconstruir el contenido de mi mesa de trabajo en Floresta, la cara de una muchacha irrecordable llamada Gekrepten, la cantidad de plumas cucharita que había en mi caja de útiles de quinto grado, y acababa temblando de tal manera y desesperándome (porque nunca he podido acordarme de esas plumas cucharita, sé que estaban en la caja de útiles, en un compartimento especial, pero no me acuerdo de cuántas eran ni puedo precisar el momento justo en que debieron ser dos o seis), hasta que la Maga, besándome y echándome en la cara el humo del cigarrillo y su aliento caliente, me recobraba y nos reíamos, empezábamos a andar de nuevo entre los montones de basura en busca de los del Club. Ya para entonces me había dado cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas. Con la Maga hablábamos de patafísica hasta cansarnos, porque a ella también le ocurría (y nuestro encuentro era eso, y tantas cosas oscuras como el fósforo) caer de continuo en las excepciones, verse metida en casillas que no eran las de la gente, y esto sin despreciar a nadie, sin creernos Maldorores en liquidación ni Melmoths privilegiadamente errantes. No me parece que la luciérnaga extraiga mayor suficiencia del hecho incontrovertible de que es una de las maravillas más fenomenales de este circo, y sin embargo basta suponerle una conciencia para comprender que cada vez que se le encandila la barriguita el bicho de luz debe sentir como una cosquilla de privilegio. De la misma manera a la Maga le encantaban los líos inverosímiles en que andaba metida siempre por causa del fracaso de las leyes en su vida. Era de las que rompen los puentes con sólo cruzarlos, o se acuerdan llorando a gritos de haber visto en una vitrina el décimo de lotería que acaba de ganar cinco millones. Por mi parte ya me había acostumbrado a que me pasaran cosas modestamente excepcionales, y no encontraba demasiado horrible que al entrar en un cuarto a oscuras para recoger un álbum de discos, sintiera bullir en la palma de la mano el cuerpo vivo de un ciempiés gigante que había elegido dormir en el lomo del álbum. Eso, y encontrar grandes pelusas grises o verdes dentro de un paquete de cigarrillos, u oír el silbato de una locomotora exactamente en el momento y el tono necesarios para incorporarse ex officio a un pasaje de una sinfonía de Ludwig van, o entrar a una pissotière de la rue de Médicis y ver a un hombre que orinaba aplicadamente hasta el momento en que, apartándose de su compartimento, giraba hacia mí y me mostraba, sosteniéndolo en la palma de la mano como un objeto litúrgico y precioso, un miembro de dimensiones y colores increíbles, y en el mismo instante darme cuenta de que ese hombre era exactamente igual a otro (aunque no era el otro) que veinticuatro horas antes, en la Salle de Géographie, había disertado sobre tótems y tabúes, y había mostrado al público, sosteniéndolos preciosamente en la palma de la mano, bastoncillos de marfil, plumas de pájaro lira, monedas rituales, fósiles mágicos, estrellas de mar, pescados secos, fotografías de concubinas reales, ofrendas de cazadores, enormes escarabajos embalsamados que hacían temblar de asustada delicia a las infaltables señoras.
En fin, no es fácil hablar de la Maga que a esta hora anda seguramente por Belleville o Pantin, mirando aplicadamente el suelo hasta encontrar un pedazo de género rojo. Si no lo encuentra seguirá así toda la noche, revolverá en los tachos de basura, los ojos vidriosos, convencida de que algo horrible le va a ocurrir si no encuentra esa prenda de rescate, la señal del perdón o del aplazamiento. Sé lo que es eso porque también obedezco a esas señales, también hay veces en que me toca encontrar trapo rojo. Desde la infancia apenas se me cae algo al suelo tengo que levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago va a ocurrir una desgracia, no a mí sino a alguien a quien amo y cuyo nombre empieza con la inicial del objeto caído. Lo peor es que nada puede contenerme cuando algo se me cae al suelo, ni tampoco vale que lo levante otro porque el maleficio obraría igual. He pasado muchas veces por loco a causa de esto y la verdad es que estoy loco cuando lo hago, cuando me precipito a juntar un lápiz o un trocito de papel que se me han ido de la mano, como la noche del terrón de azúcar en el restaurante de la rue Scribe, un restaurante bacán con montones de gerentes, putas de zorros plateados y matrimonios bien organizados. Estábamos con Ronald y Etienne, y a mí se me cayó un terrón de azúcar que fue a parar abajo de una mesa bastante lejos de la nuestra. Lo primero que me llamó la atención fue la forma en que el terrón se había alejado, porque en general los terrones de azúcar se plantan apenas tocan el suelo por razones paralelepípedas evidentes. Pero éste se conducía como si fuera una bola de naftalina, lo cual aumentó mi aprensión, y llegué a creer que realmente me lo habían arrancado de la mano. Ronald, que me conoce, miró hacia donde había ido a parar el terrón y se empezó a reír. Eso me dio todavía más miedo, mezclado con rabia. Un mozo se acercó pensando que se me había caído algo precioso, una Párker o una dentadura postiza, y en realidad lo único que hacía era molestarme, entonces sin pedir permiso me tiré al suelo y empecé a buscar el terrón entre los zapatos de la gente que estaba llena de curiosidad creyendo (y con razón) que se trataba de algo importante. En la mesa había una gorda pelirroja, otra menos gorda pero igualmente putona, y dos gerentes o algo así. Lo primero que hice fue darme cuenta de que el terrón no estaba a la vista y eso que lo había visto saltar hasta los zapatos (que se movían inquietos como gallinas). Para peor el piso tenía alfombra, y aunque estaba asquerosa de usada el terrón se había escondido entre los pelos y no podía encontrarlo. El mozo se tiró del otro lado de la mesa, y ya éramos dos cuadrúpedos moviéndonos entre los zapatos gallina que allá arriba empezaban a cacarear como locas. El mozo seguía convencido de la Párker o el luis de oro, y cuando estábamos bien metidos debajo de la mesa, en una especie de gran intimidad y penumbra y él me preguntó y yo le dije, puso una cara que era como para pulverizarla con un fijador, pero yo no tenía ganas de reír, el miedo me hacía una doble llave en la boca del estómago y al final me dio una verdadera desesperación (el mozo se había levantado furioso) y empecé a agarrar los zapatos de las mujeres y a mirar si debajo del arco de la suela no estaría agazapado el azúcar, y las gallinas cacareaban, los gallos gerentes me picoteaban el lomo, oía las carcajadas de Ronald y de Etienne mientras me movía de una mesa a otra hasta encontrar el azúcar escondido detrás de una pata Segundo Imperio. Y todo el mundo enfurecido, hasta yo con el azúcar apretado en la palma de la mano y sintiendo cómo se mezclaba con el sudor de la piel, cómo asquerosamente se deshacía en una especie de venganza pegajosa, esa clase de episodios todos los días.
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